El nuevo orden de la naturaleza
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En España, somos más de reaccionar al día siguiente a las tragedias antes que prevenirlasUna de las imágenes clásicas que se utilizan para ilustrar la idea de lo sublime es la del célebre cuadro de Friedrich en la que ... se representa a un viajero, en el filo de un precipicio, contemplando un majestuoso mar de nubes. En aquella representación romántica, individuo y naturaleza expresaban un pacto tácito por el que primero podía contemplar la inmensidad inabarcable de la segunda desde la zona de seguridad otorgada por la experiencia estética. La naturaleza solo resulta bella cuando los ojos que la observan se encuentran a la distancia justa y garante de un cierto orden civilizatorio.
Situémonos ahora en el 29 de octubre de 2024, en la provincia de Valencia. La peor gota fría del siglo deja un rastro de devastación, de vidas quebradas y de familias condenadas para siempre a la rememoración de esas horas de pesadilla. El nuevo orden de la naturaleza introducido por el cambio climático transformó, en cuestión de minutos, lo arquitectónico en escombreras y los trazados urbanos en paisajes distópicos. Entre las miles de imágenes que publicaron los medios y circularon por las redes, hubo una que resumía, mejor que ninguna otra, este nuevo orden natural: una calle angosta de un pueblo, sepultada por decenas de coches arrojados los unos sobre los otros, configurando una orografía espeluznante, plagada de dramas y de lágrimas. Al pie de esa montonera imposible de automóviles arrastrados por el agua, en el mismo lugar que otrora ocupara el caminante de Friedrich, una mujer cualquiera, congelada por el terror, observa colapsada esa nueva 'creación' de la naturaleza. Lo que sucede, empero, es que, a diferencia del cuadro del pintor alemán, aquí ya no impera la idea de lo sublime porque, entre otras cosas, el pacto entre la mirada y la naturaleza se ha roto unilateralmente y ningún individuo se encuentra a salvo. Lo que esa demencial acumulación de coches epitomiza es la pérdida de la distancia de seguridad estética que permitía contemplar desde el resguardo la belleza de la naturaleza. En contra de algunos autores que tanto tiempo dedicaron a definir este concepto -Lyotard, por ejemplo-, lo sublime contemporáneo no existe. La naturaleza ha dejado de ser esa fuerza imprevisible que, sin embargo, se dejaba colegir en un orden civilizador. Sus reglas del juego han cambiado y, desgraciadamente, mientras los crecientes negacionistas y los políticos cortoplacistas sigan priorizando las políticas trituradoras, el ritual al que se tendrá que enfrentar esta sociedad -cada vez con mayor frecuencia- será el de las morgues de campaña y el entierro masivo de sus muertos.
Parafraseando a Gil de Biedma, el cambio climático iba muy en serio. El civilizado y mensurable Mediterráneo se ha tropicalizado, mientras Europa espolea a formaciones políticas que solo quieren contaminar hasta que estallen nuestros pulmones. Pero, con todo ello, lo más sorprendente de todo es la ineficacia de las alertas climatológicas lanzadas, en un principio, por la Aemet, y canalizadas, a continuación, por las instituciones. En una entrevista concedida el jueves a la cadena Ser, el climatólogo Jorge Olcina ponía sobre la mesa la necesidad de revisar el sistema de alertas para evitar que la población crea que puede hacer vida normal con una alerta roja activada. En un razonamiento que, de tanto sentido común, resulta imposible que nadie lo entienda, Olcina se preguntaba cómo, una vez activado el máximo nivel de alerta, las carreteras valencianas podían estar atestadas de tráfico y con camiones de elevado tonelaje rodando por ellas como si estuviéramos en un contexto de normalidad. Asumámoslo: en España, somos más de reaccionar al día siguiente a las tragedias antes que prevenirlas. El pasado martes por la noche observaba, con una mezcla de indignación y estupor, cómo las cabeceras digitales de algunos de los periódicos más importantes de España mantenían como primera noticia la imputación de Begoña Gómez mientras decenas de personas se ahogaban en Valencia y Castilla-La Mancha. No daba crédito. Entre los múltiples síntomas que indican que este país está podrido, el mencionado era uno de los más evidentes.
Habida cuenta de la creciente tropicalización del Mediterráneo, una alerta roja activada por la Aemet ya no puede derivar en una gestión insuficiente, por parte de las instituciones, por la cual se llegue tarde y, además, las recomendaciones consistan en no salir de casa. Oiga no. En determinadas localizaciones -atravesadas por ramblas, ríos, cortadas por barrancos-, se ha demostrado que quedarse en casa no solamente no es seguro, sino que es una solución encaminada a la tragedia. Cuando la topografía de los núcleos urbanos posee las características necesarias para generar auténticos tsunamis que arrasan con todo tipo de edificaciones, la estrategia de prevención más efectiva -como sucede en Estados Unidos- es vaciar tales poblaciones y desplazarlas a un lugar seguro. ¿Qué hay que construir más infraestructuras y los desalojos requieren de mayores inversiones? Por supuesto que sí. Pero que no nos quepa duda de una cosa: más que el nuevo orden geopolítico, el mayor peligro al que se enfrenta ahora mismo la humanidad es al nuevo orden natural. Y nos tomamos el cambio climático en serio, o no dejaremos de inundar las redes sociales con lazos negros.
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