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El pasado miércoles, durante la intervención en el Congreso de los Diputados del presidente de Colombia, Gustavo Petro, se produjo una escena de una enorme ... elocuencia: cuando este se disponía a comenzar su discurso, el Grupo Parlamentario de Vox abandonó el Congreso. En respuesta, la bancada de izquierda se puso de pie y prorrumpió en un aplauso. La ovación fue secundada por Feijóo, presente en el acto en tanto que jefe de la oposición. El aplauso del político gallego no fue secundado por la totalidad de sus correligionarios, ya que algunos no solo se negaron a hacer palmas sino que permanecieron sentados. La división en las filas del PP podría obedecer a dos causas: de un lado, Feijóo –como es costumbre en él– no se enteraba de nada y no sabía, en verdad, a quién ni a qué estaba aplaudiendo; y, de otro, el grupo de diputados populares que permanecieron sentados y en silencio expresaban su proximidad al gesto de la ultraderecha. Y aquí cabe formular otra interrogante: ¿tal cercanía de parte del PP a Vox obedece a una mera táctica electoral –hará falta pactar con ellos tras las elecciones y es mejor no enojarlos– o a una complicidad ideológica? A decir verdad, la segunda opción aparece como más plausible. El viejo anhelo del PP de conquistar el centro ha mutado, durante los últimos años, en una ambición mayor y más peligrosa de dominar el extremo. El oxímoron 'el extremo centro' parece, ahora mismo, la demencial contradicción ideológica en la que se desenvuelve el que otrora se consideraba como un partido de centro-derecha. De hecho, que Feijóo baile al ritmo marcado por Díaz Ayuso evidencia el desplazamiento inmoderado que el PP está realizando hacia el populismo, la bronca, el socavamiento de las instituciones y la guerra sucia. Podemos decir, entre el estupor y la melancolía, que echamos de menos a Rajoy, un político con mayor sentido de Estado que cualquiera de los que copan los puestos de dirección del actual Partido Popular.
La confluencia del 'extremo' y del 'centro' en un magma ideológico informe de radicalidad ha tenido, durante esta semana, una inapreciable materialización local en la forma de esa cena de más de doscientos exdirigentes de pedanías del PP y Cs que celebraron una conjura bajo la batuta de Luis Gestoso. Se trata de la OPA más ambiciosa lanzada por la ultraderecha sobre un desnortado PP, consumido en rencores, celos y ajustes de cuentas. La enseñanza que deja este aquelarre es que Cs, PP y Vox constituyen, a día de hoy, piezas fácilmente intercambiables. Del centro al extremo hay una simple cena. Y pensar en ello causa escalofríos. Una transición ideológica de tal envergadura ha dejado de ser noticia para convertirse en un lugar común. Las posiciones extremas de Vox seducen a una parte del PP, que se siente lubricada ante las proclamas más radicales. No en vano, algún dirigente en activo del PP ha reconocido en privado: «Nosotros somos de Vox, pero, claro, no podemos decirlo». Que no nos engañemos: cuando, tras los comicios del 28-M, el PP pacte con la ultraderecha en la Comunidad Autónoma y en numerosos ayuntamientos, tales alianzas no se realizarán con la nariz tapada sino con despliegue de perfume y esencias. Hay mucho de amor de por medio. La líder del PPOX, Isabel Díaz Ayuso, ha marcado un camino que el resto del partido sigue entre un espíritu de fiesta y de refundación.
Como escribió el pasado domingo el director de este periódico, Alberto Aguirre, la campaña electoral solo lanza signos de mediocridad. La clamorosa falta de ideas perimetra un vacío monumental que se llena con la bronca y las actitudes violentas e intimidatorias. La vieja guardia de Vox y la nueva del PP coinciden en su decantación por las actitudes mamporreras. Que se lo digan si no a la candidata a la alcaldía de Alcantarilla, Lara Hernández, que esta semana ha tenido que comprobar, una vez más, cómo en la sede municipal del PSOE un cartel con su rostro aparecía intervenido con una pegatina que rezaba: 'STOP feminazis'. El clima de odio que vive esta región está achicando los espacios de la libertad de expresión hasta dejarlos casi inhabitables –en ellos no cabe un cuerpo siquiera de perfi–. Defender los derechos fundamentales –como, por ejemplo, la igualdad entre hombres y mujeres– se ha convertido en un ejercicio de riesgo, que te expone a amenazas e intimidaciones de todo tipo. A mí mismo me echaron de un medio de comunicación regional por criticar demasiado a López Miras y a Vox, y, tras denunciar en la radio pública las políticas extremas de la ultraderecha, recibí los correspondientes avisos de Vox desde su cuenta de Twitter en Murcia. Esto ya no es opinión ni previsión de futuro; esto es la realidad. Y la peor noticia de todas es que, en la actualidad, el PP se comporte más como un canal de expansión de las políticas de odio de la ultraderecha que como su muro de contención. Soy murciano y antifascista. Y eso me condena al ostracismo y a vivir bajo el insulto y la intimidación constantes. Parece increíble pero lo es. La disfunción racional en la que vive esta tierra ha llevado a que, si decides combatir las ideas extremas y generadoras de odio, te consideren un mal murciano.
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