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Cada vez que un futbolista es víctima de un insulto racista, una de las preguntas que inexorablemente se le realiza es si considera que España ... es un país racista. El jugador suele responder con una fórmula de compromiso por la que niega la generalización del problema pero, al mismo tiempo, reconoce que hay determinados sectores que sí lo son. Hasta cierto punto, este posicionamiento es comprensible: el deportista no quiere cargar las tintas sobre el país en el que trabaja y que lo acoge con el fin de no generar una actitud mayoritaria de rechazo contra él. Afirmar que, estructuralmente, un territorio es racista son palabras mayores que nadie se atreve a verbalizar. Sin embargo, cuando los incidentes se repiten y la intensidad de los ataques contra los futbolistas negros crece, resulta necesario apartar del discurso los análisis tibios para afrontar sin filtros la dimensión de la problemática: el racismo, en España, constituye un hecho estructural y en expansión que, desgraciadamente, encuentra en el contexto asilvestrado del fútbol su expresión más destilada y violenta.

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