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Cada vez que un futbolista es víctima de un insulto racista, una de las preguntas que inexorablemente se le realiza es si considera que España ... es un país racista. El jugador suele responder con una fórmula de compromiso por la que niega la generalización del problema pero, al mismo tiempo, reconoce que hay determinados sectores que sí lo son. Hasta cierto punto, este posicionamiento es comprensible: el deportista no quiere cargar las tintas sobre el país en el que trabaja y que lo acoge con el fin de no generar una actitud mayoritaria de rechazo contra él. Afirmar que, estructuralmente, un territorio es racista son palabras mayores que nadie se atreve a verbalizar. Sin embargo, cuando los incidentes se repiten y la intensidad de los ataques contra los futbolistas negros crece, resulta necesario apartar del discurso los análisis tibios para afrontar sin filtros la dimensión de la problemática: el racismo, en España, constituye un hecho estructural y en expansión que, desgraciadamente, encuentra en el contexto asilvestrado del fútbol su expresión más destilada y violenta.
Hace tiempo que dejé de ir a los estadios de fútbol. No es un ambiente sano y el respeto hacia el otro campa por su ausencia. Tienen que cambiar mucho las cosas para que regrese a los partidos en vivo. Me gusta tanto el fútbol como desprecio el mundo del fútbol. La normalización del derecho al insulto es el mal de fondo de este deporte que, a estas alturas, y con una cultura secular, resulta ya difícil de extirpar. La relación que el aficionado al fútbol tiene con la violencia verbal es la misma que el patriarcado posee con las leyes de igualdad: si se eliminan determinados privilegios históricos considera que su libertad de expresión está siendo mermada. Y el del insulto es uno de esos privilegios a los que el espectador de fútbol no está dispuesto a renunciar.
Los repetidos insultos racistas sufridos por Vinicius durante los últimos meses; el incidente bochornoso sufrido el pasado sábado por el portero del Rayo Majadahonda, Cheikh Sarr, durante el partido contra el Sestao; o los gritos de «gitano» que recibió el entrenador del Sevilla, Quique Sánchez Flores, en el campo del Getafe manifiestan, más que casos puntuales, relevantes indicadores de una patología social que está devorando el clima de convivencia en España. Y lo peor es que, de alguna manera, existe una tácita complicidad entre la Liga, la RFEF, los clubes y la justicia deportiva para que los delincuentes que pueblan las gradas de los estadios de fútbol españoles vean minimizado el castigo por sus deleznables actos. El fútbol es racista. España es racista. Asumámoslo. Solo de esta manera se podrá enfrentar un problema que afecta a una parte importante del tejido de la sociedad española. De hecho, la erradicación del racismo tendría que convertirse en una política de Estado ambiciosa y de amplio alcance porque, de otra manera, corremos el riesgo de que lo latente emerja en su totalidad en la forma de una violencia generalizada.
Pero, claro está, ¿qué clase de respeto le podemos pedir a los aficionados que asisten a un campo de fútbol cuando sus representantes políticos practican, con total impunidad y legitimidad institucional, discursos abiertamente racistas y xenófobos? El caso del vicepresidente de la Región de Murcia, José Ángel Antelo, es especialmente sintomático de la normalización de los mensajes racistas en el seno de nuestras estructuras representativas. El crecimiento y desembarco de la ultraderecha en ayuntamientos y comunidades autónomas ha otorgado un marco de lenguaje referencial para una gran parte de la población que, ahora sí, se siente respaldada para discriminar sin rubor y a plena luz del día.
Como escribió Frantz Fanon, el negro es esclavo de su apariencia. Se le ataca en y por su corporeidad porque solo es cuerpo –o, más exactamente, piel–. La raza implica una 'epidermización' del sujeto, de modo que todo su ser se gestiona socialmente en un plano superficial de color. Un ser racializado es un ser enteramente visible: la piel arroja toda su identidad a un 'afuera' en el que nada queda escamoteado. El cuerpo es el destino inalterable del negro. Y este destino inalterable adquiere la forma de una objetividad aplastante en la que Fanon se sentía encerrado ante los ojos de los blancos: «¡Sucio negro!».
El proyecto de occidente defendido por la ultraderecha está calando entre gran parte de la población europea y española; es un proyecto estrecho, perverso, falso y, por ende, supremacista. Los fundamentos de la cultura occidental nunca contemplaron el color de la piel como factor discriminatorio. Fue a partir del Renacimiento cuando lo 'no-blanco' comenzó a verse como un elemento de suciedad que había que erradicar. Si volvemos a las raíces del pensamiento occidental, encontraremos el respeto a la diversidad que las políticas del odio intentan borrar. El racismo ya no es marginal, sino estructural y mayoritario. Es jodido aceptarlo, pero es lo que hay. Y, frente a ello, no caben paños calientes ni comportamientos melifluos. España es un país racista y, desde esta terrible certeza, hay que comenzar a trabajar en pos de una sociedad más justa.
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