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El otro día escuché a Jorge Bustos –el periodista de moda entre la derecha– afirmar: «Es muy peligroso un intelectual en la política». Como si ... me costara trabajo dar crédito a lo que acababa de oír, reconstruí en mi cabeza varias veces la frase para cerciorarme de que no era un error de entendimiento mío. El contexto, además, en el que este aserto fue lanzado agravaba más aún el desprecio que Bustos mostraba hacia los intelectuales «metidos a políticos»: en su línea de argumentación, los culpaba de ser quienes aconsejaban a políticos como María Jesús Montero en sus andanadas contra la Justicia. De inmediato me vinieron a la cabeza dos escenas separadas en el tiempo: la primera tuvo lugar en Cartagena, en 2010, durante una cena en la que estaba sentado junto a Mariano Rajoy. Mientras se colocaban en sus sitios el resto de invitados, me preguntó sobre mi dedicación fuera de la política y le respondí que era profesor universitario. De inmediato me replicó: «Perteneces al ámbito de la educación. Eso está lleno de intelectuales». Resultaba evidente que, para el entonces candidato a la presidencia del Gobierno, el intelectual no era una figura santa de su devoción. La segunda escena que recordé tras escuchar a Bustos me trasladó a una mesa redonda que recientemente compartí con la escritora Ángela Vallvey en la que, justamente, reflexionábamos sobre la escasa cabida que los intelectuales tenían, en España, en medios de comunicación y espacios de debate. En otros países de nuestro entorno, como Francia, el intelectual gozaba de más prestigio y constituía una figura de referencia a la hora de solicitar sobre cualquier materia a debate.
Aunque las palabras de Bustos y de Rajoy pudieran llevar a pensar que el descrédito del intelectual es algo específico de la derecha, lo cierto es que, cuando miras alrededor, adviertes con rapidez de que se trata de un síntoma transversal a todas las opciones ideológicas. Es verdad que, en la izquierda, esta animadversión se disimula algo más, en la medida en que la posición crítica del intelectual se encuentra vinculada tradicionalmente a opciones de izquierda. Pero, si nos atenemos a la praxis de la política contemporánea, la distancia en el grado de desprecio hacia el intelectual entre un polo y otro es mínima. Como advierte con atino Isidro H. Cisneros, «actualmente se observa una creciente distinción entre la política y el pensamiento». Y añade: «Vivimos una época de declive del pensamiento y de un extremo pragmatismo». No puedo estar más de acuerdo. El blindaje de la política contra el pensamiento y la caída de esta en un pragmatismo desolador se ha traducido en una consecuencia que ya nadie discute: el auge de los populismos. Gran parte del odio visceral que Trump expresa hacia Europa reside en su representación como cuna y salvaguarda del pensamiento y la tradición filosófica occidental. No hay que ser un lúcido analista para concluir que Trump y las ultraderechas de todo el mundo configuran las antípodas de la experiencia intelectual. Y el problema es que el resto del espectro político no ha reaccionado, ante esta devastación populista del pensamiento, con un refuerzo de las actitudes reflexivas, sino, muy al contrario, mediante una readaptación de la demagogia y las proclamas vacías. La inmediatez del titular grosero y la velocidad con la que este prende entre el tejido social han generado, entre los partidos de tradición democrática, la necesidad de reaccionar con un grado semejante de eficacia. Y, claro está, el reposo del pensamiento y el tiempo lento de maduración de este no caben ya en ninguna ecuación política. El populismo como ideología tiene, en la actualidad, como respuesta, el populismo como estrategia. O lo que es igual: la muerte del pensamiento como herramienta política.
La consecuencia de este panorama desolador la enuncia, de nuevo, con precisión Isidro H. Cisneros: «A la actitud de desconfianza del político hacia el intelectual, corresponde un análogo comportamiento de incredulidad del intelectual hacia el político de profesión». Aquí está la clave: la hegemonía aplastante del paradigma del 'político profesional'. A este perfil se ha llegado por dos vías convergentes: la de la perpetuación en el cargo y la de la falta de formación. Con respecto a la primera, es fácil encontrar cientos de ejemplos de profesionales de prestigio que entran en política por sus competencias y que, por un espíritu de supervivencia, acaban renunciando a su elemento diferencial con tal de no ser depurados. Quien, en un principio, fue reclamado por la política a resultas de su capacidad de pensamiento termina por perpetuarse en ella por su renuncia al pensamiento. En cuanto a la segunda opción apuntada –la falta de formación–, es evidente que las organizaciones juveniles de los diferentes partidos están jugando un papel nefasto en la depauperización de la política.
Cuando un joven de 18 o 20 años ya obtiene un cargo público o una responsabilidad orgánica, su formación y trayectoria profesional quedan a un lado. Su único propósito vital es escalar políticamente. Y es obvio que esto no se logra pensando, sino obedeciendo. Las organizaciones juveniles de los partidos se han convertido en criaderos de políticos profesionales que, a la postre, operan como principales depuradores del pensamiento y activos 'haters' de todo aquello que huela a intelectual. No es esta la mejor receta para combatir el populismo. Por el contrario, Trump y sus satélites son la consecuencia de esa profesionalización de la política que la sociedad detesta y contra la que se rebela ciegamente.
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