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La etimología de debatir es completamente reveladora de lo que sucedió el pasado lunes en el cara a cara entre Pedro Sánchez y Alberto Núñez ... Feijóo. La palabra 'debatir' viene del latín 'debattuere', cuyos componentes léxicos son el prefijo 'de' (disminución, alejamiento, privación) y 'battuere' (golpear). De acuerdo con esto, quien debate busca disminuir las razones del otro, privarlo de sus argumentos para, a continuación, golpearlo. Debatir es, en última instancia, un combate; y este combate no necesariamente ha de implicar el sosiego y el respeto por el adversario necesarios como para que un determinado arsenal de ideas pueda desplegarse. De hecho, lo escenificado la otra noche en el plató de Atresmedia fue de todo menos un laboratorio de ideas. Si algún ciudadano esperaba al ansiado duelo entre los candidatos de los grandes partidos para decidir su voto, o bien lo confió a alguna sigla ausente o bien decidió melancólicamente abstenerse. El espectáculo fue bochornoso, desagradable, hiriente para cualquier sensibilidad mínimamente cultivada. He de reconocer que, veinte minutos antes de que finalizara, apagué la televisión. La decepción era absoluta y la necesidad de oxigenación, máxima.
Feijóo solo tenía una oportunidad para salir vivo del debate: que se hablara lo menos posible de gestión y de ideas. Entre las cualidades del líder del PP no se halla precisamente su equipamiento intelectual y la capacidad dialéctica. De haber jugado a ver quién era más estadista y quién brillaba en el terreno propositivo, Sánchez se lo hubiera comido en el primer minuto. Así que planteó una estrategia basada en el sabotaje de la acción argumentativa de este. Y le salió bien. Feijóo produjo barro desde el principio, tuvo la habilidad de dinamitar los tiempos largos y continuados de exposición y propiciar las continuas interrupciones. En segmentos cortos de tiempo, resultaba imposible desarrollar con criterio y claridad ningún argumento. La sensación, cada vez que hablaba Sánchez, era la de esa escena repetida en decenas de películas en la que el protagonista, encerrado en una pequeña estancia, observa preso del pánico cómo las paredes se achican y amenazan con aplastarlo. Sánchez se ahogaba en cada intervención porque pretendía decirlo todo en unos segundos –atropelladamente, nervioso, sin apenas aire–. Si su gestión se hubiera tenido que valorar a través de la capacidad de sus palabras para explicarla, la conclusión hubiera sido demoledora: este señor ha hecho poco o nada durante los cuatro años de gobierno. Es difícilmente explicable cómo alguien con tantas razones como él para presumir de gestión y con tantas tablas demostradas en numerosas situaciones pudo caer tan fácilmente en la trampa tendida por Feijóo y hacerlo tan mal. Su grado de desquiciamiento fue tal que, incluso, en el asunto de los pactos con Vox, sus continuas interpelaciones a Feijóo parecían más producto de un comportamiento obsesivo-compulsivo que de una urgencia nacional y democrática –como, en verdad, así es–.
En el gran debate de esta campaña electoral, ganó el barro –o lo que es lo mismo: ganó Feijóo–. Y, además, de manera inapelable. Pero lo peor de todo es que el hecho de que triunfara el sabotaje, y no los argumentos, no parece cosa de un día o de una circunstancia especial; todo apunta a que, más bien, se trata de una tendencia imparable. Los asesores ya no preparan a sus candidatos para defender mejor sus propuestas, sino para anular eficazmente el discurso del otro. Desde hace tiempo, en España, un debate no lo gana el que más ideas es capaz de transmitir. Por el contrario, los aspectos que se valoran son otros mucho más efectistas y vacuos: la impostura irónica –porque no existe la suficiente inteligencia como para hablar de una ironía real–, la construcción de frases-titulares con cierto gracejo, la perversión de los datos, la relativización de la verdad... No en vano –y abundando en este último aspecto–, uno de los elementos que mayor vergüenza me produjeron fue la forma en que Feijóo generó un marco de discusión en el que hasta las verdades más contundentes parecían puro humo. Y ya no solo por el empleo de datos inciertos o groseramente manipulados, sino por la crispación y agresividad provocada en Sánchez, que lo convertían en el principal refutador de sus propios argumentos.
Aunque Feijóo solo tuviera el objetivo cortoplacista de ganar el debate y de subir dos o tres escaños en los 'trackings' del día siguiente, debiera ser consciente del muchísimo mal que estas estrategias de relativización de la verdad ocasionan a la política. Porque, a fin de cuentas, lo que se consigue por medio de estas lamentables experiencias es que el ciudadano no conceda credibilidad alguna al discurso de los representantes públicos –incluido el suyo–. Feijóo se mostró, la noche del pasado lunes, como un refinado populista. Consiguió minimizar sus pactos con la ultraderecha, en un ejercicio que, tarde o temprano, se le volverá en contra con una virulencia desatada. Cuando consigues que la sociedad normalice tus alianzas con fuerzas antidemocráticas, el propio debilitamiento de la democracia será el que te devore a ti. Al tiempo.
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