La campaña más sucia
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Que el líder del partido que encabeza las encuestas se ausente del debate celebrado en la televisión pública es algo más que una anomalía democráticaEl más claro ejemplo de lo que ha sido esta campaña electoral fue la ausencia del candidato del PP, Núñez Feijóo, durante el debate organizado ... el pasado miércoles por TVE. Que el líder del partido que encabeza las encuestas y que tiene todas las papeletas para ser el próximo presidente del Gobierno se ausente del debate celebrado ante las cámaras de la televisión pública es algo más que una anomalía democrática –se trata, en rigor, de juego sucio–. Quien hurta a los ciudadanos la posibilidad de confrontar su programa electoral con el de sus rivales es directamente un mal político, alguien que tiene más que esconder que compartir, un escamoteador de la palabra que incumple el principal mandato para el que ha sido elegido. Si Feijóo rehúye la responsabilidad de exponer públicamente sus ideas, ¿cómo se va a confiar en él para empresas mayores? Y el problema es que este tipo de gestos ha llegado a ser normalizado por un electorado que ya no se escandaliza por nada y que ha rebajado su grado de exigencia a niveles lamentables. El silencio de Feijóo el pasado miércoles solo aportó ruido a una campaña que, en términos generales, se ha desarrollado, desde el principio, como un proceso entrópico, de degeneración de los mensajes, en el que el grito de guerra –parafraseando a la célebre escena de 'Los hermanos Marx en el oeste'– no ha sido otro que el de '¡Más mierda, es la guerra!'. Después de dos semanas de campaña, España apesta. Lo que se ha vivido durante estos días ha sido una escenificación de la peor especie de política. Pase lo que pase hoy, toca limpiar en profundidad para que las toneladas de detritos no obstruyan el funcionamiento de la maquinaria democrática.
Desde luego, quien ha marcado las reglas del juego de esta campaña ha sido Feijóo. Quién lo iba a decir. El caballero moderado llegado desde Galicia para corregir los excesos de Casado y García Egea se ha revelado como un experto marrullero, cuyas entradas a la rodilla no solo no han sido sancionadas con tarjeta roja, sino que han merecido el aplauso de su afición. Feijóo ha demostrado que para escalar posiciones desde la mentira no hace falta ser un esperpento como Donald Trump: desde el decoro y la gestualidad equilibrada es posible introducir en el sistema todo tipo de mentiras que, una vez descubiertas, son disculpadas como «inexactitudes». Su campaña se ha convertido en un ejercicio refinado de relativismo, en el que la verdad ha dejado de servir como referente de la comunicación. Su discurso no ha intentado mantenerse fiel a la realidad, sino encender a los propios –cada vez más radicalizados–. Y, cuando la finalidad de la política es esta, lo importante no es tanto la verdad cuanto la verosimilitud. El matiz no es menor: una verdad responde a un hecho cierto; lo verosímil, en cambio, puede ser real o inventado –lo crucial es que resulte creíble para quien va dirigido–.
La 'política verosímil' de Feijóo –basada en mentiras que han adquirido una factura hiperreal– ha establecido el tenor de la campaña electoral y la ha convertido en un barrizal. Es más, cuando una periodista de TVE se atrevió a cuestionar la veracidad de sus datos sobre la revalorización de las pensiones en gobiernos del PP, el nuevo mamporrero del Reino de España, González Pons, cargó contra la profesionalidad de todos los periodistas que trabajan en aquella casa, calificándolos de «partido político» y de sectarios. Esta es la «España del cambio», en la que el culpable no es el que miente, sino el que descubre la mentira. De repente, el PP ha adoptado el 'modus operandi' de Vox y de Podemos de señalar a la prensa con tal de desviar la atención de su mala praxis. Resulta espeluznante la facilidad y rapidez con las que se aprenden y se interiorizan las técnicas mafiosas. Si la intención de los de Feijóo era alejarse de la influencia de la ultraderecha para mostrarse como un partido centrado y vacunado contra los histrionismos totalitaristas, se puede afirmar que el resultado ha sido muy distinto: la política de las mentiras y el linchamiento de quienes las desenmascaran lo han convertido en un vástago aventajado del peor trumpismo.
Para empeorar todavía más las cosas, la presente campaña electoral ha estado sazonada de algunos ejemplos aterradores de lo que puede ser una España gobernada por la coalición PP-Vox. El último caso de censura cultural aconteció el otro día en Jaén –gobernado por ambos partidos políticos–, cuando se suprimió de un programa de actuaciones estivales una obra teatral protagonizada por Ana Belén. Cuando todas las semanas es noticia un hecho de este tipo, ya no se puede hablar de casualidades o «desvaríos políticos» de los intemperantes 'voxers': nos encontramos, más bien, ante un sistema estructural de represión de la libertad de pensamiento y de expresión que se expande como una mancha de aceite ante la ausencia de penalizaciones sociales. De no haber hoy un vuelco sorprendente en las urnas, Abascal será vicepresidente del Gobierno. El franquismo volverá a las instituciones y tocará de nuevo luchar por derechos que considerábamos garantizados y fundamentales. Regresar a los tiempos del NO-DO no es un cambio de rumbo político –como lo vende el PP–, sino una catástrofe política y social de proporciones todavía imprevisibles. Con total seguridad nos costará más hablar y expresarnos, pero que a nadie le quepa la menor duda de que ningún chantaje o amenaza nos va a amedrentar.
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