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Este es un país voluntarista desde muy antiguo, porque ha sido también desde siempre un país cristiano en el que el perdón y la caridad ... han ocupado un lugar decisivo, aunque esta iniciativa tenga sus riesgos, porque dejar que todo suceda gracias a la iniciativa propia de unos pocos, sobre todo lo relacionado con las urgencias humanas y los salvamentos de pueblos y ciudades en los momentos más graves, significa que no estamos preparados para abordar una crisis de un modo racional como cualquier país avanzado. Esto nos conduce de regreso a épocas antiguas y mucho más deprimidas, casi a los tiempos de las cavernas y la oscuridad, y ahí reside de algún modo la fortaleza de los voluntarios, en esa energía desordenada, primitiva y cálida, mediante la que hombres y mujeres derriban todas las fronteras entre ellos y se funden en una nueva unidad, en un nuevo corazón humano. Y así está ocurriendo en Valencia y ha ocurrido en otros lugares donde han sucedido grandes siniestros.
Si desde el primer día el ejército hubiese acudido, organizado y marcial, conducidos por sus superiores y con una orden directa de los que mandan de verdad, que son los políticos, a los pueblos y ciudades con problemas de agua e inundaciones, si hubiesen organizado la limpieza, el reparto de lo imprescindible en los primeros días, y se hubiesen dedicado a ayudar a los más necesitados de acuerdo con un plan previsto, no habrían hecho falta los miles de brazos de personas que pasaban por allí o venían ex profeso a contribuir a la reconstrucción de todos los desperfectos con su mejor ánimo, pero movidos más con las entrañas que con la cabeza. Porque, al fin y al cabo, los voluntarios son iniciativa privada, impulso y emoción primaria, aunque no cobren nada a cambio y su cometido no tenga una rentabilidad inmediata. Van y vienen como un ejército insatisfecho que necesita dejar constancia de la bondad y de la nobleza de sus acciones desinteresadas e inminentes, de lo cual la sociedad desorganizada y en crisis se aprovecha y medra para bien de todos, para regocijo de nuestros corazones que tornan a creer en el viejo sueño comunitario, aunque hace muchos años que ya no sea todo de todos y para todos. Pero los voluntarios ponen el mundo patas arriba, nos emocionan y hasta nos hacen llorar, tal vez porque nunca hemos desistido de seguir creyendo en las viejas utopías y un puñado de hombres y mujeres trabajando en un terrible paisaje después de una batalla, pasando calamidades y esfuerzos, es una prueba de que algunas quimeras prosiguen en pie y de que los seres humanos todavía creen en ellas.
Resulta curioso que en un primer momento recibamos a estos voluntarios agradecidos, con los brazos abiertos y con entusiasmo fraternal y que, pasados unos días, empecemos a dudar de ellos, en algunos casos, nos sobren incluso o no nos hagan tanta falta, y terminemos por no aceptarlos del todo, o por no dejarles llegar.
Los voluntarios son un distintivo de los nuevos tiempos, porque nadie se resigna a dejar de creer en lo mejor del hombre, aunque los más listos se empeñen en llamar a estos actos buenismo con un desprecio inusitado y cerril.
Hay una fuerza que se resiste a admitir el resuello de las viejas utopías, los movimientos sociales o los ideales de siempre, la justicia, el bien, la solidaridad, todo eso en lo que venimos creyendo desde antiguo y que ahora parece haber pasado de moda, aunque siempre sucede un imprevisto que vuelve a recordarnos los valores del hombre y su dignidad.
Y eso es lo que vienen haciendo en estos últimos días esos miles de hombres, mujeres y jóvenes que han trabajado cada día como héroes por el bien común y han protagonizado verdaderas historias de lucha y supervivencia en las que no faltaban las mejores virtudes del ser humano, por mucho que les pese a los que se les llena la boca de buenismos y otras zarandajas malévolas.
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