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Nunca me gustaron las películas que no estaban dobladas, aunque en mi época era un rasgo propio de los progres intelectuales, un rasgo esnob en ... exceso para mi gusto, cuando se reunían en aquellas larguísimas sesiones cinematográficas que solían terminar con un debate sobre el film. No me gustaban, entre otras cosas, porque no me daba tiempo de leer los subtítulos y a la vez quedarme con cada detalle de la escena en cuestión y el cine es un arte integral, del que no debemos perdernos ni un detalle, en el que participan todos los sentidos a la vez.
Mis películas y las voces de mis actores preferidos nada tienen que ver con el modelo original, son, como las traducciones de los clásicos extranjeros, una elaboración posterior, de lo contrario no podríamos ver cine japonés ni leer a Horacio o la 'Odisea', por ejemplo, ni disfrutar del arte de tantas otras lenguas que ignoramos. Además, los actores de doblaje ponen en su trabajo un elemento fundamental para los que escuchamos las palabras de los diálogos con delectación, su propio timbre y su acento, su vis dramática y su espíritu. Porque buena parte del cine para los que tanto nos gusta son las palabras que nos cuentan las historias, como no olvidaremos nunca aquellas voces de 'Lo que el viento se llevó', de Vivien Leigh, Clark Gable dándole vida a Scarlett O'Hara y a Rhett Butler o a la maravillosa Olivia de Havilland encarnando a Melanie Hamilton, sin olvidarnos de Hattie McDaniel en el papel de Manny o del dulce y pusilánime Asheley Wilkes, cuya voz melosa era la de Leslie Howard. Porque en nuestra memoria sentimental han quedado las músicas inigualables de sus diálogos que no olvidaremos nunca, como no olvidaremos la voz de Humphrey Bogart que le cedía de manera tan brillante al actor jumillano José García Guardiola o Claudio Rodríguez, que dobló a John Wayne y a Charlton Heston, o la voz sensual de Montse Miralles, fallecida recientemente, que regalaba su acento a Marilyn Monroe y nos enamoraba de paso con esa sensualidad eufónica que todos conocemos en tantas películas.
Entonces se cotizaban las voces con personalidad porque veníamos del cine mudo y el sonido era toda una revolución, del mismo modo que los gestos y la actuación de los rostros fueron muy importantes en los albores del séptimo arte. Lo que entonces era una cara expresiva, unos ojos brujos y un aire enigmático, más tarde sería una voz embaucadora, voluptuosa o impúdica, porque casi todo lo que se había dicho antes con la imagen, ahora debería decirse con el sonido, de manera que las voces y sus múltiples sentidos, sus timbres, sus acentos, sus tonos y sus otras cualidades poseían todo el peso del diálogo. A partir de una película como 'Desayuno con diamantes' nadie olvidaría ya nunca la cadencia sensual y misteriosa de Audrey Hepburn, que en la ficción interpreta a una joven con insatisfacción existencial unida a un hombre demasiado diferente a ella y que encuentra en George Pepard (Paul Varjak) al 'partener' adecuado en su aventura vital, aunque esconda un secreto indeseable.
Aunque no soy un especialista en la materia, no conozco ningún caso en que la voz original del actor pueda mejorar a la del actor que la dobla y, como ignoro el inglés y tantos idiomas, por cierto, me he acostumbrado a las voces prestadas y ya no podría pasar sin ellas, aunque siga siendo esnob preferir el idioma original.
Supongo que mi particular imaginario cinematográfico está repleto de actores y de actrices de doblaje excepcionales que me han aproximado el misterio y la belleza del modo más sencillo y directo. Por ellos he amado 'Casablanca', 'El padrino' o 'La palabra'; he disfrutado como un crío de 'Cinema Paradiso', 'La reina de África', 'Novecento' o 'La diligencia', y he penetrado en los arcanos de 'El nombre de la rosa' o 'El tercer hombre' sin demasiado esfuerzo; y a ellos y a sus voces debo agradecerles mi pasión por el cine porque en sus melodías me he recreado tantas veces que mi existencia sería muy distinta sin ellas.
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