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Ahora las llaman bulos, que parece una palabra más culta, pero que no engaña a nadie porque se trata como siempre de no decir la ... verdad para perjudicar a alguien o de ocultar una evidencia o de propalar una información envenenada. La vieja trampa de siempre, cada mañana encendemos la tele o la radio, ponemos las noticias, compramos el diario y nos cuesta horrores seguir el hilo de las certezas, el rastro seguro de lo que es y de lo que no es, como si alguien embarrara las palabras adrede con el convencimiento de que se trata del arma más peligrosa y ensuciara el agua cristalina de la mañana con su podre infecta, porque las calumnias han sido siempre oscuras.
Los espectadores atienden, degluten pero no siempre se hacen con la parte más comestible, y no siempre estamos seguros de la veracidad de lo que nos cuentan. Tal vez porque muchas veces nos cuentan lo que les interesa a ellos y porque una sola mentira entre algunas certezas perjudica toda la verosimilitud del relato, como una sola gota de pintura negra en un cubo de pigmento blanco oscurece inevitablemente la mezcla, pues el mal suele ser más intenso y más corrosivo y más dañino. Por eso contar falsedades sin control o, mejor aún, de una forma calculada, es todo un atentado a la libertad de juicio, al bien común y a la democracia y a los valores humanos, a la confianza entre los hombres y a nuestra inteligencia. Engañar es subvertir el mundo, darle la vuelta a la realidad, reírse de todos, darnos gato por liebre y despreciarnos sin motivo, tal vez porque mentir es de algún modo matar todo lo luminoso que hay en nosotros de una manera consciente, a sabiendas de que estamos acabando con lo más puro del hombre, de manera que cuando alguien interesado propala falsedades sin cuento atenta contra el centro de lo más humano. Pero si además los que nos desvirtúan la verdad, o lo intentan al menos, proceden del poder que nosotros mismos sustentamos y en el que venimos creyendo como en un dogma de fe, el desengaño es mayúsculo y el fraude puede colapsar el sistema.
En los últimos tiempos me produce un cierto temor la sensación de que alguien nos maneja a sabiendas y, aunque algunos podamos darnos cuenta y protestemos, la mayoría permanece en silencio y no mueve un dedo, conformes y silenciados por una comodidad ancestral, la del hombre que no cambia el mundo porque no tiene fuerzas para hacerlo y empieza a darle todo igual.
Nos ha venido pasando con personajes públicos y luego nos han contado que nada era cierto, pero el daño ya estaba hecho. Nos pasó con Garzón, que liquidamos entre todos, y con Mónica Oltra, que fue exonerada de su presunta culpa más tarde, porque la difamación entre los políticos es el deporte nacional de este país y, como decía el soneto de Cervantes, suele pasar que «Caló el chapeo, requirió la espada,/ miró al soslayo, fuese, y no hubo nada».
Pero esto ya no es un juego, hace tiempo que dejamos de jugar y nos hicimos mayores, y las palabras de un adulto poseen su propio peso y, como decía mi padre, van a misa. Él era un marchante a la antigua, que andaba por el campo de Moratalla comprando y vendiendo ovejas y cabras y cerrando tratos para los que bastaba su palabra y un simple apretón de manos, sin papeles, y estaba habituado a que su palabra valiera tanto como él.
Precisamente ahora estamos en un momento en que deberíamos regenerar las palabras y las ideas en la vida política y en cualquier otro ámbito, otorgarle el valor que le corresponde a la verdad y dejar de juguetear con los bulos y las falsedades porque un político del que desconfiamos porque su discurso no es fiable es un político difunto, un cadáver que pretende defender la causa de un pueblo y apenas respira, porque la verdad de los hombres que nos gobiernan es precisamente el aliento con el que nos mantenemos todos nosotros vivos.
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