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Si no te gustan los niños, si no posees la facultad mágica de entenderte con ellos, de bajar a su nivel y hablarles en su ... lenguaje, tienes un verdadero problema hoy en día, porque entre los idiomas que se exigen en cualquier circunstancia vital hoy, resulta indispensable el de los críos, que es un idioma complejo porque incluye gestos, carantoñas, cucamonas, arrumacos, gritos y zalemas varias. En mi caso, además, no es que no me entienda, es que no sé qué decirles, porque ellos no me inspiran mucho, ni siquiera la ternura necesaria para pasar desapercibido en una reunión familiar de conveniencia y no quedar como el más sieso e inútil, con lo que en muchas ocasiones lo paso mal, aunque disimule como tantos otros.
La verdad es que creo que me he pasado con el título, porque no es odio exactamente lo que me inspiran sino verdadera indiferencia, la más absoluta frialdad. En esos casos yo sé que tengo que decirles algo, pero cuando se lo digo suena tan falso que me parece que todos se van a dar cuenta. Cuando me dejan uno para que lo tome, me envaro y acomodo todo mi cuerpo a la forma del pequeño, quizás para protegerlo del exterior con lo que al final termina doliéndome todo y lo paso mal. Siempre he creído que entre ellos y yo hay algo personal e inevitable, y así lo creía hasta que nacieron mis hijos. Entonces entendí que lo único que faltaba era el amor y que el amor lo podía todo, pero uno no puede amar a todos los bebés del mundo, así que continúo con esa profunda antipatía que en el fondo no es otra cosa que una total impericia para entenderme con ellos y que tal vez proceda de mi absoluta falta de compenetración con los más pequeños.
Porque muy en el fondo soy yo también aquel niño al que no comprendían los mayores y a los que él tampoco comprendía del todo y que sigue sin comunicarse bien muchas veces, salvo cuando el lenguaje es la palabra y el código la literatura, la ficción o la poesía. Es posible que muy dentro de mí siga odiando a aquel niño tímido que no se las arreglaba bien del todo para relacionarse con los demás y que por eso tomó la decisión de contar historias, de escribirlas para que otros las leyeran, como si se las estuviera contando a sí mismo para establecer un pacto de no agresión y un acuerdo de salvamento. Aunque ya me resulta difícil inferir de todo eso mi aversión a la infancia y mi nula cordialidad con los más pequeños, porque berrean, porque se caen, porque se lo hacen todo encima y hulen mal, porque nunca puedo entenderme bien con ellos, o no saben usar con corrección mi idioma y molestan, me enervan, molestan y no les importa a quién. Nunca puedes hablar con ellos en serio, nunca sabes del todo lo que te dicen, lo que quieren, lo que les gusta o no les gusta, son como personas de segunda a las que la ley, la costumbre y la gente protegen por encima de sus vidas, y esto lo sabes solo cuando tienes uno tú, uno tuyo y te lo deja tu mujer por la mañana para que lo cuides porque ella se va al trabajo y te quedas solo en la casa con el bebé, temblando de miedo, porque es como una bomba que en cualquier instante puede estallar y tú sabes que estás incapacitado para desactivarla y que si empieza a llorar no vas a saber qué camino tomar y vas a entrar en pánico.
Así que mejor tranquilizarse y respirar porque seguro que va a pasar el tiempo, que, por cierto, está a nuestro favor y poco a poco irá aproximándose la hora en que regrese su madre al fin y yo me libere del todo. Y justo en ese instante oigo la puerta de la casa y a su madre entrando, entonces me digo que todo está bien y que todos, sobre todo yo, estamos ya a salvo.
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