Mariconeo
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Lorca, con su homosexualidad manifiesta, y a pesar de la distancia de presupuestos ideológicos, estaba de acuerdo con el Papa FranciscoAcaba de liberarnos el Papa Francisco del terrible prejuicio de nombrar ciertas formas delicadas, afectadas o afeminadas que vienen siendo frecuentes en los varones del ... ámbito eclesial, como lo hizo en su día otro gran pontífice, esta vez de la palabra, Federico García Lorca. En el libro 'Poeta en Nueva York' hay un texto titulado 'Oda a Walt Whitman' en el que el poeta granadino se recrea con los nombres que reciben los homosexuales en los diferentes lugares y carga de este modo contra sus excesos superficiales: «¡Maricas de todo el mundo, asesinos de palomas!/ Esclavos de la mujer, perras de sus tocadores, abiertos en las plazas con fiebre de abanico/ o emboscadas en yertos paisajes de cicuta».
Tampoco Lorca, pese a su homosexualidad manifiesta, perdonaba el mariconeo y en esto, a pesar de la evidente distancia de presupuestos ideológicos, estaba de acuerdo con Francisco, quizás porque en ambos contextos era necesario llamar a las cosas por su nombre, pues la homosexualidad y el mariconeo no fueron nunca la misma cosa. La primera es una legítima condición sexual, de la que nadie es responsable, ya que resulta natural, mientras que la segunda es solo de movimientos y de imagen, formas afeminadas, apariencias, gestos y tonos de mujer impostados en un hombre. Yo creo que es a esto a lo que el Papa llama mariconeo, ese «Ya hay demasiado mariconeo», pues ambos, el poeta y el pontífice, coinciden en el rechazo de la feminidad excesiva en esos hombres de Dios, cuyo sexo no debería ser demasiado ostensible, como no lo es el de los protagonistas evangélicos, porque no es necesario andar en los extremos, ni aparentar ser muy macho ni todo lo contrario.
Pero el Papa ha captado un exceso de ademanes y de lenguaje que los hace fácilmente identificables: voz quebrada, tono lánguido y dulce que puede confundirse con la solemnidad, gestos exquisitos, lentos y ceremoniosos, ausencia de brusquedad y de violencia, maneras, en fin, que todos sabemos reconocer, pero que por prudencia no hemos nombrado de forma pública y palmaria hasta que Francisco no ha dado el paso con su resuelta franqueza, su desparpajo sin complejos y su firme naturalidad. Aunque es posible, si lo pensamos bien, que no haya una palabra más adecuada para decir lo que ha dicho el Papa, con todos sus matices incluidos y que todo el mundo entiende a la perfección. Aunque yo no pienso repetirla por si acaso, es verdad que ya han pasado aquellos años de nuestra infancia en los que nadie reparaba en sus palabras por muy ofensivas que pudieran parecer. Aquel oprobioso y cándido «Maricón el último» con el que amenazábamos los muchachos de la calle que no seguían nuestras bravatas y no participaban de nuestras refriegas. Porque entonces ser un hombre era un valor absoluto e incontestable y ser un homosexual todo lo contrario. Parece mentira que hayamos vivido ese tiempo y que sigamos vivos, parece mentira que fuéramos los de entonces y seamos también los de ahora.
Por ciertas manifestaciones que viene haciendo, Francisco ha ido dando la imagen de hombre aguerrido, educado en la calle y ajeno a esa fina sensibilidad de los seminarios y de la curia romana. Algo de todo esto linda con lo jesuítico y con lo franciscano, que son al fin los materiales con los que fue educado el Papa, y tampoco es que tenga excesiva influencia en la vida de los hombres porque su infalibilidad solo es en asuntos de fe, y el mariconeo, que yo sepa, y sin que nadie lo haya definido, nada tiene que ver con la fe.
De hecho, sería complicado establecer unos parámetros objetivos que puedan medirlo, aunque tengo la impresión de que todos sabemos en qué consisten y, por lo tanto, a qué se refiere exactamente el pontífice. Otra cosa es que sea posible poner en práctica una selección o una evaluación para impedir que los seminarios vuelvan a llenarse de estos individuos e impedir así que el Papa torne a quejarse de un exceso de mariconeo.
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