En el paraíso perdido
DIGO VIVIR ·
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Por aquellas calles de la infancia pasearon y vivieron quienes nos han legado ese tesoro inmenso de una lengua en la que nos reconocemosHablar del 'paraíso perdido' remite no solo al célebre poema épico de John Milton (s. XVII), sino a un tópico más cercano que identifica la ... infancia personal con un edén emotivo pleno de felicidad y años gozosos.
Por ese lugar mío, perdido en las brumas del tiempo, circulaban algunos 'haigas', coches enormes, ostentosos, cuyos propietarios eran nuevos ricos, encumbrados con la especulación y el estraperlo. Personas carentes de instrucción pero sobradas de dinero, que al comprar un automóvil pedían 'el más grande que haiga'. Y aún quedaban algunas 'rubias' (los primeros modelos, de los años 20, lucían exteriores de madera clara, de ahí el nombre). Eran camionetas mitad de pasajeros, mitad de carga, aunque a los niños nos gustaba viajar en la trasera, con las mercancías, el aire revolviéndonos el pelo que nuestra madre había peinado primorosamente con el 'arribaespaña', es decir, una pequeña cresta sobre la frente, sostenida con colonia o limón –la laca aún no formaba parte de los 'tocadores' domésticos– y, cuando no había colonia, directamente con su amorosa saliva.
La lista de comparaciones e imágenes era enorme y singular: se era más basto que 'la paja de haba', más listo 'que Cardona' o más tonto 'que Abundio' (a continuación las diversas causas de su 'tontuna': que vendió el burro para comprarle paja, que en una carrera donde corría solo llegó el segundo, que 'el que asó la manteca' o 'que fue a vendimiar y se llevó uvas de postre'...). El pesadísimo lo era 'más que una vaca en brazos' y al muy delgado se le identificaba con un fideo (de donde un poeta ridículo con lira en los tebeos de 'El Jabato' se llamara Fideo de Mileto). Aquel Gobierno de ideas imperiales que adoraba la valentía, la fuerza, el arrojo, frente a la 'flojedad', la indiferencia o la oposición contra el pensamiento imperante, aprovechaba todos los medios para ridiculizar a poetas y humanistas no adscritos o disidentes –'más gimnasia y menos latín', llegó a decir un ministro–, y de paso ensalzaba la virilidad, las adhesiones incondicionales, sin fisuras, al Régimen gobernante.
Orgullosamente dueños de unas palabras que considerábamos nuestras, de un habla que nos permitía estar en el mundo y relacionarnos con él, tratábamos con displicencia a quienes 'se las daban' de 'hablar bien', por lo que los tachábamos despectivamente de 'finodos', 'finolis' o de darse importancia creyéndose 'hijos de la polla roja' (imagen agraria: la polla roja era, entre las gallinas, el ave más valiosa del corral).
'Mentar' era palabra antigua que ya había ingresado en el retiro de los arcaísmos, aunque sobreviviera en la expresión 'mentar a la madre', eufemismo considerado como un grave insulto, pues se suponía que siempre se utilizaba en el peor de los casos, es decir, calificando a hijo y progenitora con el nombre y el oficio nefandos.
Numerosos productos y alimentos aún ostentaban el 'apellido' de su procedencia: sábanas de Holanda, hilo Bramante o Gramante (de Bravante), pirulí de La Habana (picudo antecedente del Chupa-Chups), polvorones de Estepa, mantones de Manila, peros de Cehegín, agua de Colonia y muchos otros. Algunos de ellos asumían el 'apellido', que pasaba a convertirse en nombre por medio de una sinécdoque: los azulejos eran 'manises' (por el lugar de procedencia), el vino era 'jumilla', y al tren que años más tarde el Gobierno desmanteló arteramente, so pretexto de ser antieconómico, desarticulando de modo radical la comunicación entre Murcia y Andalucía, lo llamábamos, según el sentido de la marcha, el 'andaluz' o el 'catalán' (allí, algún periodista 'mala sombra', verbigracia Carles Sentís, lo había apodado cruelmente como 'el transmiseriano').
'Pillar' se consideraba vulgar. A pesar de ello jugábamos 'al pillar' y a una variante más complicada, 'el marro'. La palabra poseía un segundo significado vinculado con lo delictivo de 'pillaje' y a veces se sustituía por 'coger', que, en el habla rural, tenía además el significado de preñar a un animal hembra. Hay quienes se sorprenden de que los argentinos la consideren de mal gusto porque ellos la emplean con un sentido lúbrico con relación al acto sexual entre personas, algo que no ocurre en el castellano de acá. Y como somos olvidadizos, o despectivos, con nuestra propia lengua creemos que este último significado lo han inventado ellos.
Por aquellas calles de la infancia pasearon y vivieron quienes nos han legado ese tesoro inmenso de una lengua en la que nos reconocemos y que nos ha moldeado tal como somos. Dejar perder esas palabras, 'que saben a pan bendito', según acertada expresión del excelente escritor José González Núñez, sustituyéndolas por otras venidas de fuera que a nada saben, que no tienen historia entre nosotros, es negar nuestras raíces, traicionando de paso a quienes nos las dejaron 'remetidas' en los pliegues de la emoción y la memoria.
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