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Nos ha pasado a todos, yo creo: alguien a quien considerábamos perfectamente sensato, hasta grisáceo en su hálito de sentido común, aprovecha la pandemia para ... salir ante nuestros ojos del armario de la cordura con dos maracas por banda. En mi caso, nunca olvidaré a cierto señor que me argumentaba que el Gobierno debía «calmar los ánimos» de la población ante el «clamor popular» contra «la dictadura de las vacunas». Relajar los estándares, vamos. Al poco me enteré de que había prohibido a su mujer y sus hijos vacunarse, y había roto relaciones con el resto de su familia al intentar hacer lo mismo con sus padres.
Reconozcámosle al señor, al menos, un resto de inteligencia argumentativa. En lugar de abrasarme con el catecismo negacionista en el que sin duda creía a pies juntillas, al ver que conmigo no iba a ganar un feligrés, optó por atraerme unos metros a su postura. Seguía siendo una chaladura (ni vacunación, ni negacionismo: término medio), pero al menos tenía una apariencia de sensatez bastante resultona. Sí, ya, es un truco más viejo que el hilo negro, pero ey. Si sigue funcionando es porque todavía queda gente que no lo conoce. Mi hijo, un adolescente promedio de dieciséis años, lo conoce perfectamente. ¿Cómo que me vas a dejar sin móvil hasta mañana por llegar cinco minutos tarde al instituto? Sois unos radicales, el profe y tú. Estáis tensionando la convivencia hasta tal punto que yo no sé aquí lo que puede pasar. Primer aviso.
Mientras España espera, contenido el aliento, la respuesta de Piqué a la sesión de Shakira con Bizarrap, que muy bien podría ser que bueno, lo de engañar y humillar a su ex estuvo mal pero, ey, ella tampoco ha pedido perdón por la coreo de 'Waka Waka', a mí me da por preguntarme por qué está tan mal visto, lo de entender las críticas, lo de reconocer errores, lo de arrepentirse, lo de pedir perdón. La de piruetas conceptuales que nos ahorraríamos. Las yenkas. El ridículo. Donde empieza el arte de darle la vuelta a la tortilla acaba el de escucharse, no digo ya el de entenderse, solucionar cosas o avanzar. Cuando, a mediados de la década pasada, España se contagió de la epidemia de 'alt-right', la nueva ultraderecha global, la respuesta de nuestra derecha de toda la vida fue: la culpa es del populismo. 'Populismo' fue, de hecho, la palabra del año 2016 para la Fundéu BBVA, ese extraño organismo integrado por la Real Academia Española y financiado y codirigido por un banco. 'Populismo' entró en la rebuscadísima traducción que propuso la misma Fundéu para 'alt-right': 'nacional-populismo', que por lo que sea evita hacer referencia al campo ideológico de esa mierda de ideología. Cojo un poquito de asco de aquí y lo pongo por allá donde me interesa a mí que seguro que nadie se da cuenta. Llamadme paranoico, pero creo que es la misma martingala conceptual del señor negacionista que exigía «un término medio» entre la vacunación y el negacionismo.
Durante esos años, mientras la nueva ultraderecha iba tomando posiciones en los gobiernos de Estados Unidos, Brasil, Hungría, Turquía o Polonia, nuestras derechas luchaban a su modo «contra el populismo» deslegitimando y desestabilizando presidencias de izquierda en Latinoamérica, sembrando dudas sobre sus procesos electorales o incluso aplaudiendo y reconociendo tentativas golpistas de toda índole, desde Jeanine Áñez a Juan Guaidó, mientras aplaudían procesos judiciales tan sospechosos como los que afectaron a Lula y Dilma en Brasil, Correa en Ecuador o Castillo en Perú. Por lo que sea, todo eso no es radicalizar, no es tensionar, no es hacer inviable la convivencia democrática de un país. No es populismo. No es –ya viene la nueva palabra de moda– polarizar. Ya sabéis: ¿que os ponen una falta por llegar tarde al insti? La culpa es de la polarización. ¿No te hablas con tus hermanos, porque se empeñaron en llevar a tus ancianos padres a vacunar? Ha sido por el Gobierno, que polariza. ¿Intento de golpe de Estado en Brasil? Ha debido de ser porque la polarización de aquella sociedad es irrespirable.
Que nadie me malinterprete; claro que la polarización existe y es un clima social y político tóxico en el que nos volvemos incapaces de escuchar y tratar de comprender al otro. Una cosa que podríamos hacer, si tanto nos molesta, es dejar de utilizar la palabreja para atizar al oponente o evitar condenar los disparates que hacen nuestros aliados. Sería un buen comienzo. Como Trump después de la toma del Capitolio, como Bolsonaro tras el asalto de Brasilia el domingo pasado, como Piqué al escuchar la sesión #53: calladitos estamos más guapos.
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