Palabras de un tiempo ido
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DIGO VIVIR ·
Dicen que el idioma es el alma de los pueblos, más auténtico cuanto más se acerca a las palabras originarias, primordialesHubo un tiempo, no excesivamente lejano, en el que la vida discurría con tranquilidad, con escasos acelerones. El Régimen, que vigilaba y reprendía, determinaba para ... unos súbditos que aún no habían alcanzado el estatus de ciudadanos lo más conveniente para sus vidas y haciendas. No eran días dulces o desprovistos de sufrimiento y necesidades en numerosas familias, que peleaban con denuedo para sobrevivir con dignidad en el día a día.
Aquellos momentos tenían sus expresiones propias y sus palabras. Algunas de ellas quedaron orilladas con el paso del tiempo y hoy brotan de la memoria con un aroma de nostalgia. No sé si sería capaz de recordar el 'idioma' completo, pero ofrezco a los lectores retazos de aquella forma de relacionarnos con el mundo y con nosotros mismos.
Y así, una caída aparatosa era un 'traspajazo', quizá porque una calle recién regada era 'resbalosa' y no resbaladiza, y había que andar con 'pies de plomo', lentamente, como 'pisando huevos' para no caer. Menos cuidadosos que hoy con las palabras y su carga oculta o explícita de xenofobia, una 'faena' con mala intención se calificaba como 'una judiada'. Escupir a otro en una reyerta infantil era signo de desprecio vinculado con una omnipresente tradición religiosa en la que los judíos ultrajaban así al Nazareno. Cuando uno de nosotros llegaba comiendo algo sabroso como un helado o chucherías se le preguntaba: '¿hay cate?' (de 'catar', probar), y, si se negaba, lo calificábamos de 'roñoso' o 'agarrado'.
Mi abuela, de procedencia rural, a la que cariñosamente llamábamos 'madre' y de usted, usaba hermosas palabras no solo perdidas sino menospreciadas por los urbanitas por su condición de arcaísmos, sin sospechar que algunas de ellas son de más antigua estirpe lingüística que otras voces modernas. Utilizaba el verbo 'mercar', comprar, hoy olvidado, aunque entonces eran normales, en cambio, las populares 'mercado' y 'mercader', la culta 'mercadería' y la despectiva 'mercachifle', todas de idéntica familia lingüística. Usaba igualmente 'alzar', esconder algo en alto –el chocolate, por ejemplo–, fuera del alcance de los niños, que apetecían las 'galguerías' –golosinas–. Otras expresiones eran 'allí (de) cara', por enfrente; 'agora' y 'hogaño', de ilustre prosapia latina, procedentes de 'ac hora' y 'hoc anno'; 'heñir', sobar la masa de harina con los puños; 'hirma', madero que sostiene y endereza un árbol torcido...
Tiempo de alusiones religiosas, en las que sutilmente iba mezclada cualquier acción humana con la divinidad: 'Si Dios quiere', 'Dios mediante', 'Vaya usted con Dios', recogidas también en refranes: 'A Dios rogando y con el mazo dando', 'Al que madruga Dios le ayuda'. La lejanía máxima era, quizá en locución impropia, el lugar en que 'Cristo dio las tres voces' y su variante, claramente extemporánea, 'donde Cristo perdió el gorro'. La cercanía más inmediata era la fórmula familiar 'a la vuelta de la esquina'.
En cuanto a prevenciones sanitarias, había que tener máximo cuidado de no herirse con un clavo 'enrobinado', catalanismo que sustituía al culto 'oxidado', pues acechaba el peligroso virus del tétanos, cuya vacuna administraba para prevenir infecciones el 'practicante' hirviendo la aguja en un baño de alcohol, antes de 'pincharnos' las nalgas. La medicación venía en minúsculas botellitas con tapón de goma, que posteriormente nos servían para guardar, y jugar con ellas, las movedizas bolitas de mercurio que recogíamos cuando se rompía un termómetro.
Ajenos a denominaciones de origen, un sello de moderna nobleza mercantil para productos que evitan mezclarse con la pobretería de otros sin pedigrí vinario o licorero, decíamos siempre 'el coñac' (los más vulgares, 'la coñá'). Los anuncios difundían machaconamente el lema 'Veterano es cosa de hombres' –tiempos de patriarcado dominante–, un consumo casi único, junto al anís, hasta que se generalizaron bebidas como la ginebra, el ron y el whisky. Nunca empleamos la extraña y esnob palabra 'brandy', y muchos seguimos sin utilizarla.
En Navidad caía como extra, entre las botellas de sidra –'El Gaitero, famosa en el mundo entero'–, alguna de champán, que bebían sobre todo los 'cacaricos' (personas influyentes de nuestro pequeño mundo) o la gente 'de ringorrango'. Más tarde, ya convenientemente 'refinados' por la sociedad de consumo, abandonamos la humilde sidra, que hoy solo beben en las cenas familiares algunos 'antiguos' y las abuelas para no 'achisparse', y nos reconvertimos en bebedores, 'a pajera abierta', del antiguo champán, al que aprenderíamos a denominar, aunque a regañadientes, 'cava'.
Dicen que el idioma es el alma de los pueblos, más auténtico cuanto más se acerca a las palabras originarias, primordiales, aquellas que se han aprendido en el ámbito de la familia, de los amigos y los primeros juegos. Traerlas hoy a la consideración de los amables lectores es desnudar un poco mi propia alma. Pero prefiero hacerlo aquí, en una dignísima hoja de periódico, que en las 'tontucias' pantallas de las redes.
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