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Igual que en Inglaterra saben a qué clase social se pertenece con sólo escuchar la manera de hablar, en España ahora saben qué ideología política tienes según el vocabulario, no que utilizas, sino mejor el que no utilizas. Nos vamos a matar próximamente hasta por ... las palabras. ¿Cómo que ya no hay izquierdas y derechas? Sólo hay ya izquierdas y derechas. ¿Cómo que 'tú pasas de política'? Tú no puedes pasar de política porque todo es política, la política no pasa de ti, sobre todo para hacerte la vida imposible, y por cierto la República no existe, idiota.
Un señor de orden y por tanto de derechas, aunque vote izquierdas, ni bajo tortura empleará las palabras 'resiliencia' o 'sororidad', que a mí me suenan a comunismo globalista. Jamás he sabido qué significan y la verdad es que estoy orgulloso de no haber caído en la trampa. La periodista Pilar Urbano aseguraba que no se iba a la cama sin haber leído antes una o dos páginas del diccionario castellano de la RAE. Yo seguí el ejemplo durante toda mi juventud y la verdad es que me arrepiento. Haber leído con exceso el diccionario ha hecho de mí el hombre que hoy soy: alguien incapaz de hacer entender el subtexto por los castellanoparlantes o incluso castellanoleyentes, por saber demasiado castellano y no saber cómo evitarlo. Ya no entienden ni mi cara, aunque permanezca callado.
Conocer demasiadas palabras, todas 'raras' porque lo raro hoy empieza a partir de un castellano de 50 palabras –hace un cuarto de siglo eran 500, pero vamos progresando adecuadamente–, y no digamos mezclarlas en frases subordinadas (lo propio del castellano), es un vicio dramático del que no se regresa. Mucho mejor me hubiese ido siguiendo a Camba, que no sólo no leía libros de nadie, y no sólo no leía el diccionario castellano sino que parecía que escribía en un inglés claro como el agua mineral, igual que Azorín, lo cual no le impidió ser uno de los mejores escritores en nuestro idioma escribiendo secretamente en otro. Hasta hace nada nadie, por muy culto y pedante que fuese, decía lo de 'resiliencia' o 'sororidad' o 'empoderamiento' o 'sostenible', a no ser que se refiriera a una situación sostenible o insostenible. Hay no sé qué 'ranking' mundial anual que decide cuál ha sido 'la palabra del año', que suele coincidir sospechosamente con la más sarnosa, la que hace cada vez más desdichada y controlada la vida a los ciudadanos.
Antinostálgico como en realidad soy, quiero sin embargo volver a los tiempos, que los hubo en España cuando la gente tenía ansias de libertad y no de hacerle caso al Gobierno, en que hubiesen sido considerados de pésimo gusto los palabros 'sororidad', 'resiliencia' o 'procastinar'. Porque ya era tan de pésimo gusto nombrar una palabra inocente pero fea como 'guisante', que comparado con las de ahora es una belleza, que un disco recopilatorio de rock anglosajón llamado 'The pea', 'El guisante', fue retitulado aquí, por pudor idiomático, 'El pea'. Si alguien escucha que otro le dice muy campanudo 'sororidad', no tenga dudas: es el enemigo.
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