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Observando a nuestro alrededor podemos atestiguar una desbordante incontinencia verbal. Omnipresente, a todas horas, en cualquier momento o lugar. Es algo por completo normalizado, además, sin que llame la atención –sin atisbo de la inicial sorpresa, por lo extemporáneo– asistir a sonoros y llamativos monólogos ... de paseantes solitarios, mediante artilugios colocados en la cabeza. Es una cháchara incesante, desde el alba hasta el ocaso oír en la calle, en espacios cerrados, peroratas a voz en grito, sin pudor, indiferentes a las cuitas que otros pudieran escuchar. Como resulta casi preceptivo acompañar la comunicación con llamativo cortejo de aspavientos, en un afán descriptivo incognoscible para el oyente ausente, pero refuerzo imprescindible para recalcar con contundencia lo oportuno, indicado y conveniente de las propuestas que las exclamaciones formulan. O, al menos, eso cabe suponer.
Tal desmesura corre el riesgo de devaluar la palabra, bagaje consustancial que define a la humanidad. El vehículo por el que un sutil movimiento del aire, gobernado con armonía por estructuras musculares, se troca en materia pura, mostrando la presencia del espíritu del ser. Es un misterio insondable, difícil entender de modo racional, el de partículas inorgánicas ensambladas formando el cuerpo humano, toman conciencia del existir. Define con su presencia el don supremo del que está dotado la especie humana. Medio esencial para relacionarnos con nuestros semejantes mediante el habla, la plática, el diálogo. Tal maravilla utilizada en vano, desgastada por la abundancia es necesario sea preservada. En los hechos presentes se comprueba que, pese a ese reiterado contraste de pareceres sin fin, a la vista de lo que acontece, parece que nos entendemos menos que nunca. Sería forzoso el empleo moderado del vocablo medido, justo, ponderado, con mesura, capaz de anudar lazos y hacer posible la civilidad, la convivencia armónica. No en vano palabra y razón comparten similitud etimológica en el logos griego.
Entre múltiples escenarios de conversar es primordial el que se establece entre un enfermo que relata sus cuitas y un médico que escucha y hace preguntas. Se trata del eje que vertebra el objetivo común de remediar un problema de salud. Forma parte de la tarea del médico prestar la debida atención, interesado en comprender lo que cuenta otra persona. Circunstancia que exige amoldarse al modo de expresarse de quien demanda asistencia, para vislumbrar las razones de su consulta. A nadie escapa que la tradicional forma de escuchar, en el contexto de la clínica, ha sufrido profundas transformaciones. Es una realidad cotidiana someter a criticas este prestar oídos a lo que cuenta el paciente. Un aspecto extensivo a la mirada, tan enriquecedora, resguardados tras las pantallas de ordenador (instrumento por otra parte decisivo en la enorme complejidad burocrática de la práctica médica actual). Aporta contenido para el juicio ponderado atisbar el modo de conducirse, la actitud del otro. Ya sea con serenidad y aplomo, o con inquietud y nerviosismo, mirada huidiza, movimientos desordenados o imperturbabilidad, demostración gestual de variados matices, aflorando irreflexiva, inconsciente.
En ese relato del paciente se aprecian patrones de aplicación casi generalizada. Hay quienes, repetitivos, se enrocan en pormenorizar infinidad de detalles, incluso nimios, hasta desembocar y centrarse en el meollo de la cuestión que hasta allí les conduce. Es un modo de explayarse con palabrería superflua –que tiende hacia la fuga del pensamiento– desviando el relato hasta recalar en qué le pasa y por qué acude a consultar. Para seguir con propiedad su narración hay que estrujarse el cerebro y centrar el motivo de la entrevista. Exuberantes en su parlamento, describen con minuciosidad interminables descripciones. Como también está su envés, la de personas inexpresivas, lacónicas, escondiendo sus sensaciones tras una gruesa capa de protección que cabe desgajar, imperturbables hasta acceder al meollo de la cuestión. Agazapados tras un inexpresivo laconismo, con apenas algún monosílabo, respondiendo de manera forzada con un no sé, sí, tal vez, puede.... Temerosos de hacer públicas sus inquietudes. De abrirse ante otra persona desconocida.
A escuchar se aprende. La atención a las palabras formuladas está determinada por un proceso activo, de forma consciente, dando la importancia debida al vocabulario como al modo de formularlo. A la entonación, las repeticiones y los silencios. Como de similar importancia es dar por finalizado el proceso de escucha, formada la idea enunciada. Es una habilidad del médico, con expertos intuitivos o experimentados que sin rodeos van claramente al fondo de la cuestión, orientando los recovecos que pudieran surgir. El arte de la escucha médica deriva de esa capacidad para poner en contexto la información recibida en la dirección correcta, hasta enmarcarla en una determinada enfermedad. Aprenderlo y ejercitarlo es lo que se espera, en esa singular relación, merced a la palabra.
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