Un pacto de Región contra la violencia
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Evitar reconocer el grave problema de la violencia implica permitir su crecimiento y, por tanto, mostrarnos permisivos con los maltratadores y propagadores del odioSecciones
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Evitar reconocer el grave problema de la violencia implica permitir su crecimiento y, por tanto, mostrarnos permisivos con los maltratadores y propagadores del odioQuizás no sea la noticia que más proyección haya tenido durante la última semana, pero, sin duda alguna, ha sido la más importante y sobre ... la que con mayor urgencia hay que reflexionar: la Región de Murcia es la comunidad con mayor tasa de maltrato a mujeres. 2,1 mujeres por cada 1.000 mujeres de edades superiores a los 14 años sufren violencia de género –frente al 1,4% de la media nacional–. El dato resulta todavía más escalofriante cuando se pone en el contexto de un año tan singular como 2020: las restricciones para el movimiento causadas por la pandemia se tradujeron en una reducción de los casos denunciados de hasta un 8,4% en el contexto nacional, mientras que en la Región de Murcia este descenso fue de tan solo un 4,1%. La crudeza de estos números se vuelve todavía más sintomática de un determinado estado social cuando esta elevada tasa de violencia contra la mujer se relaciona con otros sucesos que no debieran ser olvidados con tanta rapidez: durante las últimas semanas, son varios los casos conocidos de chicos que han sido acosados por su condición sexual. Igual de alarmantes resultan las apariciones de esvásticas nazis en varias calles de Murcia, incitando explícitamente al racismo.
¿Qué le sucede a esta región del mediterráneo español, que, entre sus señas culturales, se encuentra el haber sido, durante siglos, lugar de convivencia de varias culturas? ¿Por qué, en un breve periodo de tiempo, se ha convertido en unos de los territorios más enrarecidos por el odio hacia la diversidad? No existen explicaciones unívocas que ofrezcan una respuesta integral a este problema: cuestiones sociales, económicas, educativas e ideológicas se entreveran, conformando un complejo nudo en el que es difícil diferenciar nítidamente los distintos cabos. Pero aunque el diagnóstico de las múltiples causas que han llevado a esta situación constituye una prioridad regional que no se puede aplazar por más tiempo, la primera tarea que ha de afrontar la Región de Murcia es el reconocimiento del problema. Porque, aunque nos parezca sorprendente, esta problemática no ha sido asumida por una gran parte de la sociedad.
Que las mujeres sean objeto de una violencia estructural, que se apalee e insulte a una persona por su homosexualidad o que se cubra la imagen con la cara de una chica magrebí con una esvástica y la frase «basta de negros y de moros» es contemplado por una parte importante de la sociedad y de los agentes políticos regionales como un conjunto de datos poco significativo. No se trata tanto de que resten valor a situaciones específicas de violencia cuanto de que no consideran a éstas como síntoma de nada mayor y más grave. La fórmula mental empleada para no reconocer el problema es bastante elemental: ni 'eso' es la Región de Murcia ni la solución coordinada y planificada de 'eso' constituye una de las prioridades del actual momento. Es más, las denuncias que, desde diferentes sectores, se realizan de estos actos de violencia son enseguida interiorizadas como la cuota de protesta de los mismos de siempre. Por cuanto los mismos encargados de poner el foco sobre los brotes de intolerancia y de maltrato se han convertido en un problema para su solución, ya que sus voces y su discurso han sido deslegitimados a priori como interesados y pervertidos. Una gran parte de la sociedad regional considera que la violencia que sufren determinados colectivos o no es tal o no supone un problema real. Y esta es la gran tragedia a la que nos enfrentamos como colectividad: no podemos combatir la violencia porque no la reconocemos.
Cada sociedad coloca el listón de la violencia a una altura marcada por su sesgo cultural y sus intereses colectivos. Y algo estamos haciendo muy mal cuando nuestro umbral de violencia se encuentra tan alto que no nos damos cuenta de que, a nuestro alrededor, muchas personas son víctimas diarias de ella y poco hacemos por revertirlo. Evitar reconocer el grave problema de la violencia implica permitir su crecimiento y, por tanto, mostrarnos permisivos con los maltratadores y propagadores del odio. Eso es lo que más duele: sentir que vives en una región que, mayoritariamente, colabora con la normalización de los violentos. Resulta escalofriante que, en la comunidad autónoma con mayor tasa de España de maltrato a las mujeres, las últimas elecciones celebradas hayan sido ganadas por un partido que niega la existencia de la violencia de género. Estamos en esa situación en que, si una mujer es agredida y lo denuncia, debe pedir perdón por hacer apología de determinadas opciones políticas y por estar en el lado equivocado del tablero ideológico. Basta ya de idioteces: cuando los jóvenes reproducen la simbología franquista en los pasillos de los colegios, es que algo va muy mal. Todos aquellos partidos que se consideren democráticos y que estén convencidos de la necesidad de devolver a la Región de Murcia a su pasado de respeto y de convivencia, han de trabajar para aislar al odio y para sumar toda su capacidad de acción contra la lacra de la violencia. Esto no es un tema menor; por el contrario, es el más urgente que debemos afrontar. Sin convivencia y respeto a la diversidad, no hay ni economía, ni futuro ni nada. Un pacto de Región contra la violencia –de género, sexual, racial– es la decisión más honesta, responsable y decente que nuestros representantes podrían tomar en estos momentos. Y que lo hagan hoy, porque puede que mañana sea ya demasiado tarde.
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