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En mi juventud, allá por los años 80 del siglo pasado, pensaba convencido que el futuro nos depararía una humanidad mejorada. Imaginaba un mundo, no ... perfecto por supuesto, pero en el que la razón y el conocimiento serían prevalentes. En el que el progreso, disfrutado de manera colectiva, vendría remolcado por la pasión y el talento individual. Para personas tímidas, y relativamente poco sociables como yo mismo, el valor de los individuos y sus méritos sería lo más importante. Veníamos de décadas donde la pertenencia a ciertos colectivos sociales marcaba la vida de la mayoría y anhelábamos que eso terminara.
El sueño se cumplió en parte, siendo muchos los que sacaron la cabeza y triunfaron en sus profesiones más allá de sus orígenes e identidades. Pero poco a poco algo se ha ido torciendo. Frente al esfuerzo y el talento como caminos hacia el éxito, la sociedad ha encontrado una nueva obsesión: la pertenencia tribal. En pleno siglo XXI, parece que muchos han descubierto que la verdadera llave maestra para el éxito es volver a la tribu.
Muchos ejemplos indican este retorno, lo que significa también la vuelta a la caverna. En la política, quedan lejos los tiempos en los que los candidatos se esforzaban por demostrar sus competencias. Ahora el discurso político se parece más a una ceremonia tribal que a un debate racional. Los políticos han cambiado los argumentos por danzas rituales que apelan a las emociones de sus seguidores. La pertenencia a una tribu política se ha vuelto más importante que cualquier currículo, y la adhesión ciega a un líder se celebra y premia. Los debates se transforman en choques, donde las consignas sustituyen al razonamiento y el fervor sectario anula cualquier intento de diálogo. Los partidos ya no son meras agrupaciones de individuos con ideas afines, sino auténticas tribus que defienden su territorio con fiereza. El efecto es la trivialización y la polarización, sin posibilidad de encuentros para buscar soluciones a los problemas de los ciudadanos.
En el deporte los equipos y sus seguidores se comportan con un sentido de pertenencia casi religioso. No importa el talento de un deportista, si no lleva los colores adecuados es un enemigo. Los aficionados se han convertido en guerreros que defienden su territorio y sus tótems con devoción. La rivalidad entre equipos va más allá del deporte, se trata de una lucha por la identidad y el prestigio de la tribu. La pasión desbordada de los aficionados, que se pintan la cara y visten los colores de su equipo, refleja un sentimiento de pertenencia que trasciende el simple entretenimiento. Las preguntas obvias son: ¿quién promueve estos comportamientos? ¿Con qué interés?
Otro espacio propicio para la tribalidad es la música. Se suceden conciertos congregando multitudes que hacen colas durante días para comprar la entrada o tener un buen sitio. Gentes normalmente quejosas, con razón, con el alto coste de la vida no dudan en comprar entradas a precios extravagantes de muchos cientos de euros. Atrás quedó el tiempo en que los festivales eran espacios para descubrir nuevos talentos y disfrutar de la diversidad musical. Ahora, cada género musical tiene su tribu, y la identidad del grupo es tan importante como la música misma. Los asistentes a los conciertos se agrupan como clanes, vestidos con sus signos distintivos, y el concierto se convierte en una especie de ritual de reafirmación de identidad. Los músicos son chamanes modernos que canalizan las emociones de la tribu y refuerzan su cohesión. Los festivales de música, lejos de ser simples eventos de entretenimiento, se han convertido en auténticas ceremonias para celebrar la identidad colectiva. Y, por supuesto, como en el deporte, esto genera pingües beneficios económicos para los pocos que dirigen el cotarro.
Cada vez está peor visto destacar por los méritos individuales, lo que lleva a buscar el encaje y la aceptación del grupo. La meritocracia requiere esfuerzo y constante autoevaluación, mientras que la tribu ofrece una recompensa incondicional siempre y cuando se sigan sus consignas a rajatabla. La lucha individual por el éxito se ve cada vez más como una empresa dura y solitaria, mientras que la pertenencia a una tribu ofrece la calidez del apoyo del colectivo. En lugar de valorar la excelencia individual, la sociedad se inclina cada vez más hacia la uniformidad y la lealtad grupal. La pertenencia a una tribu ofrece una red de apoyo y una identidad compartida que resulta irresistible en un mundo cada vez más fragmentado. Ni que decir tiene que aquellos que aún intentamos mantener la independencia e la individualidad andamos como pollos sin cabeza.
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