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Tras mi entrega anterior en la que hablaba de hipócritas, un amable lector me animó a seguir una especie de hilo en el que me ... ocupara de otros caracteres propios de nuestra época. Y casi simultáneamente me vi envuelto en una pequeña disputa con tiquismiquis. Así, que, en parte como terapia, y para complacer a mi lector, aquí me tienen hurgando un poco en esta otra plaga. Discúlpenme los puristas de la lengua por el título. Me parece que la palabra no aparece en el diccionario, aunque sí, por supuesto, tiquismiquis: «persona que tiene escrúpulos o reparos vanos o de poquísima importancia».
Antaño nos referíamos a los tiquismiquis diciendo de ellos que «se la cogían con papel de fumar». Esto parecía limitarse a los hombres, pero lo cierto es que este tipo de personalidad se da por igual en ambos sexos. Tómense pues la frase en sentido figurado, como expresión de lo melindrosos que pueden llegar a ser. Las comparaciones siempre son odiosas, pero si tuviera que elegir entre lo malo y lo peor, prefiero a un hipócrita que a un tiquismiquis. Al fin y al cabo, al primero se le puede desenmascarar, pero al segundo suele ser casi imposible sacarle de sus posiciones. Ciertamente, en muchos casos el campo de acción de estas personas suele ser trivial y no causa grandes problemas a los demás, más allá de algunas situaciones jocosas por absurdas.
Pero hay ocasiones en las que el efecto de una aplicación al detalle de normativas o principios lleva a la inacción e impide el avance. En medicina, por ejemplo, un celo excesivo puede llegar a ser mortal. Imaginen una situación de urgencia, de posible vida o muerte. Cualquier acción para salvar la vida del paciente conlleva el riesgo de procurarle ciertos daños. Un tiquismiquis, que uno no pensaría encontrar en una sala de urgencias, dudaría en aplicar una medida drástica, aunque resultara vital.
No hace mucho, sufrí un accidente que inicialmente parecía muy serio. Me llevaron a un centro de salud próximo para una primera cura. Allí, ante el nerviosismo de quien me llevaba, la persona que estaba de guardia, en vez de mirar mi herida, procedió con parsimonia a encender el ordenador para tomarme los datos. Al decirle que quizás era más urgente controlar la hemorragia que rellenar la ficha, se mostró indignado arguyendo que el protocolo requiere antes que nada la toma de datos e identificación del paciente. En aquel momento no estaba para ironías, pero luego recordé aquello de distinguir entre lo urgente, lo importante y lo fútil. Más allá de la anécdota personal, es probable que recuerden casos de personas que fallecieron sin atención a las puertas de los hospitales, porque alguna norma no dejaba salir del centro a su personal. Los tiquismiquis son en estos casos mortales con el agravante de que además mantienen siempre su conciencia tranquila por haberse limitado a cumplir a rajatabla con su 'obligación'. Un tiquismiquis suele tener poca empatía y aún menos sentido común.
Me dirían ustedes que los extremos son siempre malos, y lo contrario a un tiquismiquis puede ser alguien que haga las cosas a la ligera, sin precaución y con riesgo de causar daño. Y les daría la razón esperando no encontrarme con ninguno de los dos en mi próxima visita a urgencias.
Las administraciones públicas son un lugar donde la densidad de estos personajes es superior a la media. Entre los funcionarios, algunos tiquismiquis llegan a alcanzar incluso una aureola de respetabilidad. En buena medida, sin embargo, suelen lastrar los procedimientos y abocan a la parálisis. Sin contar que si están de cara al público suelen causar dolor de cabeza e inconvenientes a los ciudadanos. Encuentro en estos sujetos varias características comunes. Un miedo visceral a que algo les salpique lo más mínimamente y una tendencia a demostrar su poder, aunque sea en las cosas más nimias. En mis ya muchos años en la universidad, he ido aprendiendo a sortear, y evitar en lo posible, a estos individuos, aunque con desigual éxito. La respuesta por antonomasia ante cualquier cuestión que se plantee es: 'eso no se puede hacer'. Ya se trate de una compra, de un contrato de personal, un cambio de una clase o cualquier asunto que se les ocurra. Nada se puede hacer 'a priori', aunque al final, afortunadamente, todo se acabe haciendo. Siempre y cuando se cuente con el aguante necesario y la ayuda de otros funcionarios más comprensivos y a la larga más competentes e interesados en que el sistema funcione.
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