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Pues sí, amigos, quién nos lo iba a decir. En pleno agosto y tanto se acumulan los acontecimientos que tengo que dividir la columna para ... dar cabida a dos temas. ¿Dónde quedan aquellas semanas soporíferas donde no pasaba nada? Lo cierto es que ha sido un proceso de años. En mi caso, se inició con el correo electrónico, al que algunos nos aficionamos profundamente, y seguía llegando todo el tiempo sin entender de estío. Si se nos ocurría no mirarlo durante unos días, se acumulaban muchos que esperaban una contestación instantánea. Hubo un tiempo que mis vacaciones estivales consistían en los días que me forzaba a dejar de mirar mi correo. Esos tiempos libres de correo se fueron acortando hasta los actuales, ya inexistentes.
Pero volviendo a los asuntos que han llamado mi atención estos días, empiezo por los lloros. Habrán notado que han sido muchos los deportistas que han llorado en público desconsoladamente tras una derrota, o un contratiempo en la competición, durante los pasados Juegos Olímpicos. Hubo un tiempo en el que llorar era una muestra de debilidad, una grieta en la coraza, un signo de que las emociones habían tomado el control y, por lo tanto, algo que debía evitarse. Sin embargo, esto ha cambiado y parece que la sociedad ha decidido hacer de las lágrimas una moneda de cambio universal, casi como una señal de autenticidad.
Ahora las lágrimas fluyen como ríos en casi cualquier evento público, ya sea una final deportiva, un discurso político, o un concurso de cocina. Los deportistas, antes comportándose como estoicos gladiadores que mantenían el rostro imperturbable ante la derrota, ahora se desploman llorando como si hubiesen perdido algo más que una medalla. Los políticos, que antes mostraban una cierta compostura, ahora no dudan en dejar escapar alguna lágrima mientras hablan de sus luchas y cuitas personales.
Uno podría ser bien pensado y creer que la generalización y banalización del llanto es un signo de que hemos alcanzado un nivel superior de sensibilidad, que estamos más en sintonía con nuestras emociones y que ya no tememos mostrar nuestra vulnerabilidad. Pero mi sensación es que simplemente estamos entrando en una especie de 'cultura de la llorera', donde el llanto se ha convertido en una actuación. Parece querer decir que, si no has llorado públicamente en algún momento, quizás no te has esforzado lo suficiente, o no te has comprometido de verdad, o ni siquiera has sentido lo que tenías que sentir.
El lloro, que solía ser una manifestación íntima y privada, ahora parece una obligación social. Se espera que llores en los momentos correctos, que muestres tus emociones de manera tan pública y sincera que todos puedan ver lo mucho que te importa. Tal vez, en un futuro cercano, se invente algún medidor de autenticidad emocional, donde el nivel y calidad del llanto determine cuán verdaderamente comprometidos estamos con nuestras emociones.
Y de una tendencia universal a otra más local, nuestros cupos hispanos. En estas semanas, junto a los deportes ha convivido el asunto del llamado cupo catalán. Esa idea que sugiere que una de las regiones más ricas de España debería manejar sus propios impuestos, dejando el resto del país con el resto, es decir, menos. Porque donde caben dos, caben tres. Ya teníamos los cupos vasco y navarro. Y tan ricamente que hemos vivido, con una financiación de esos territorios que ha sido muy superior a la de los demás. Al fin y al cabo, allí llueve más. La idea del cupo se refiere a la cantidad que estas comunidades forales debían abonar para saldar las cuentas. No sé si alguien alguna vez entendió esos números, pero suelen ser las cuentas de la lechera, donde la vaca siempre es la misma, el resto de España, por cierto, a menudo vilipendiado y despreciado. Si este mejunje lo han apoyado sin rechistar todos los partidos durante décadas, no es de extrañar que otros que también se sienten diferentes, es decir superiores, quieran lo mismo. Así somos los humanos. Recuerden aquella máxima que muchos practican con entusiasmo: 'lo mío es mío y lo de los demás es de todos'.
Nada nuevo bajo el sol, salvo que la huida hacia adelante la tengamos que pagar entre todos y que sea bajo la consigna de que esto es, ahora sí, de izquierdas y progresista. Al fin y al cabo, ¿qué podrá salir mal cuando las regiones más ricas deciden que la solidaridad es un concepto opcional? Esto si que es para que muchos lloraran en público como Magdalenas.
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