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Hace medio siglo, siendo todavía un escolar, hacía recados llevando calendarios del siguiente año. Esperaba ansioso las propinas, de inexistentes a escasas, y al final ... de los tres o cuatro días de trabajo me daban un dinerillo del que no recuerdo el montante, pero debía ser magro. Para un chiquillo no era trabajo, sino más bien una aventura, subir escaleras y recorrer la ciudad con una bolsa llena de calendarios bastante voluminosos. Esto ocurría durante las fechas previas a la Navidad, que entonces eran los días en torno al sorteo de la lotería.
Recuerdo esta anécdota porque las cosas han cambiado tanto, y en mi modesta opinión, de una manera tan ridícula, que el camino a la Navidad se ha convertido en una especie de ultramaratón que dura y dura. Este año, a mitad de noviembre, con una temperatura veraniega, coincidí en un restaurante con un grupo ataviado con gorros de Papá Noel, celebrando supuestamente la comida de Navidad de su trabajo. Como otros cambios sociales, este ha sido progresivo y continuo. Primero fueron las luces que se encendían en noviembre para ahorrar tiempo, después las ofertas en los supermercados que aparecían en octubre y, por último, las mencionadas, y tempranas, cenas de empresa. Como si no fuera suficiente, en algunas ciudades han convertido el encendido de luces en una competición olímpica de despropósitos: hay quienes cuelgan los primeros adornos en pleno agosto, cuando los termómetros todavía amenazan con derretirlos. Todo esto parece de chiste, pero es real: estamos convirtiendo la Navidad en algo tan largo que pierde su sabor.
Esta tendencia va más allá de lo anecdótico. Es el síntoma de una sociedad con prisas y que todo lo quiere 'ya'. Si la Navidad era, en su origen, un paréntesis en el tiempo, una pausa para reconectar con lo importante, ahora la hemos convertido en una carrera que parece no tener final. Todo se adelanta en esta frenética huida hacia adelante: se come antes de tener hambre, se ven diez horas de series en un fin de semana porque no se soporta esperar a la semana siguiente, y se celebra la Navidad mucho antes porque, sencillamente, no sabemos esperar. Esta necesidad de anticiparlo todo alcanza niveles tan absurdos que bien podríamos tener el Año Nuevo en septiembre y los Reyes Magos en noviembre, y así los niños tendrían más tiempo para jugar con los nuevos juguetes.
Y aquí llegamos al corazón del problema, cuando adelantamos y alargamos algo, lo desgastamos. Lo banalizamos hasta que pierde su sentido original. La Navidad era especial porque tenía un tiempo y un ritmo propio. Era una fiesta para la espera, la anticipación y el reencuentro. Los villancicos sonaban en su debido momento, las mesas se llenaban con cuidado, y se volvía a casa con la ilusión intacta. Pero si ahora empezamos a celebrarlo todo en octubre, ¿qué queda para diciembre? El hartazgo, las luces que ya no deslumbran, los villancicos que llegan a resultar insoportables y las cenas familiares que parecen la tercera tanda de un menú ya recalentado. Nos encontramos, paradójicamente, en una época en la que celebramos tanto que ya no celebramos nada.
Además del agotamiento emocional que genera este maratón festivo, hay algo irónico en el empeño por adelantar todo lo bueno. La Navidad no es la única víctima de esta aceleración cultural. Lo mismo ocurre con las rebajas, que ahora empiezan antes de Reyes; con el verano, con anuncios de bikinis en febrero. Una obvia explicación es la presión comercial de anunciantes y vendedores que esperan, y probablemente estén en lo cierto, que una prolongación de los días festivos se traduzca en un mayor volumen de ventas.
Las gentes son ahora incapaces de esperar y, lo que es peor, se ha perdido el placer de hacerlo. Porque en la espera hay algo profundamente humano, el disfrute del tiempo como un bien valioso, la emoción contenida de lo que está por venir, el sabor de las cosas cuando llegan en el momento justo. Yo, modestamente, he decidido que ha llegado el momento de cierta rebeldía en pequeñas cosas. No voy a devolver las felicitaciones navideñas hasta que toque, y postpongo las celebraciones a los días señalados. Por supuesto, hoy ya, a 19 de diciembre, sí me permito felicitarles a todos ustedes, queridos lectores. Que cuando lleguen las fechas les llenen de alegría, y no de agotamiento. Porque, si hay algo que merece su tiempo, es el espíritu de la Navidad, y no empieza en agosto, aunque a algunos les gustase que así fuera.
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