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En estas que se antojan interminables fiestas navideñas suele ser más propio hablar de sentimientos edulcorados. Siento ir contracorriente y tratar un tema algo más ... amargo en el que los españoles somos grandes expertos: la envidia.
Siendo estudiante, recuerdo a un profesor decirme que de cara a los demás, intentara no llamar la atención. Se ponía a sí mismo como ejemplo. Aunque de ciertos posibles más allá de su cátedra por herencia familiar, no tenía coche y vestía siempre con un traje de mala calidad, bastante raído. Insistía en que, si hiciera gala de su dinero, el resto de los colegas se sentirían mal y como reacción dejarían de ser con él tan considerados. De igual manera, a pesar de que para aquel entonces tenía una carrera académica meritoria, no hacía ostentación pública de sus logros y de hecho la mayoría del claustro ni los conocía. Ante mi asombro juvenil, solía decirme que esa forma de enfrentar la vida y las relaciones con los demás le garantizaban tranquilidad y felicidad, ideal para su personalidad, que no soportaba los enfrentamientos.
Finalmente, no hice mucho caso de estos consejos y no he sido de esconderme, aunque siempre me ha guiado una cierta prudencia y la vergüenza de cualquier pretensión de aparentar lo que no soy. Mi paso por otras latitudes me abrió los ojos a actitudes bien distintas. La gente hacía constante gala de lo que tenía y era, y trataba de destacar del resto lo más posible. Y curiosamente, nadie parecía preocupado por ello y el nivel de odios y envidias era, al menos aparentemente, menor que aquí.
La práctica nacional de la envidia suele manifestarse por el ataque y derribo al que destaca. Esto es algo que estoy seguro ocurre en todos los sectores y actividades, pero la ciencia y la academia, donde habitan egos superlativos y muchos mediocres agazapados, es un terreno especialmente fértil. En muchos casos se producen guerras soterradas para controlar o reducir al que sobresale. Además de la envidia por que otros hagan más cosas, siempre subyace el regusto de que, si alguien destaca con brillantez, deja al resto en evidencia. En algunos casos notorios, se han practicado auténticas cacerías para derribar, o directamente expulsar, al osado. Hoy en día, además, los 'cazadores', normalmente actuando en grupo, disponen de un buen número de armas mortales. Las llamadas a una supuesta violencia de género o a presuntas corrupciones suelen ser muy efectivas para marcar y aislar a los señalados. Y, por lo general, los que destacan tienen en su contra la falta de habilidades para la defensa y que no ven las trampas que les tienden hasta que ya han caído en ellas. En ocasiones, los asuntos salen del entorno privado y llegan a los periódicos y a las redes sociales. El resultado final del aniquilamiento de los perseguidos que conlleva su muerte social es el ideal para los 'cazadores'. Se trata también de generar miedo en el entorno para que nadie ose destacar demasiado.
Quizás recuerden el caso de Carlos López Otín. Un muy destacado bioquímico de la Universidad de Oviedo que, tras una brillante y larga carrera, fue acusado de realizar prácticas irregulares en algunos de sus artículos científicos. Tras años de peleas y una fuerte exposición pública, y en este caso con amplia respuesta de apoyo que no suele ser lo normal, ha terminado abandonando su universidad de toda la vida.
O el más reciente de Francisco Tomás Barberán en el centro de Murcia del Consejo Superior de Investigaciones Científicas. Se trata del científico más citado en toda la historia de la Región y uno de los más notables del mundo en tecnología de alimentos. Sus trabajos le han valido un amplio reconocimiento y varias de sus patentes se han convertido en exitosos productos comerciales. Su fama internacional le ha llevado a colaborar con muchos centros de investigación de todo el mundo. La relación con una universidad en Arabia Saudí le ha envuelto en una polémica donde, mezclando churras con merinas, se le pone en la picota y su propia institución, tras años de servicio, le expedienta.
La envidia a los que destacan, las conductas acomodaticias y la tiranía de la mediocridad se me antojan como algunas de las razones que explican el estancamiento de España en muchos indicadores en este siglo. Parece que el país esté agotado, carcomido por luchas internas y sin capacidad para seguir mejorando. Un aviso a navegantes flota en el ambiente: al que saque la cabeza se la cortan. Así nos va.
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