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Quizás alguno de ustedes recuerde mi artículo de hace un mes sobre los largos preámbulos navideños. Finalmente, las fiestas llegaron y mis hijos pequeños bromeaban ... conmigo llamándome 'Grinch', por mis continuas quejas de los asuntos navideños, comparándome con el protagonista de una película infantil que odiaba la Navidad. Como bien saben, todo pasa, y las Navidades finalmente acabaron. O eso pensaba yo, que les estoy escribiendo desde Pekín. Al llegar aquí hace unos días, aún no repuesto de nuestra Navidad, aterricé en un país ya inmerso en las preparaciones de la suya, el año nuevo chino, que comienza el 29 de este mes de enero y este año es el de la serpiente. Los preparativos incluyen múltiples luces y decoraciones, compras de regalos y muchedumbres por doquier. Es como si de repente tuviera que empezar sin pausa otra 'Navidad', con muchos de los modos de los que había echado tantas pestes semanas atrás. Y saben eso de que si no quieres taza, pues taza y media. Viene esta anécdota a cuento para mostrar mi sensación de tener cada vez menos capacidad de aguante.
Me incluyo en ese grupo de personas, los cascarrabias, que quizás tienen un umbral de tolerancia a la estupidez y la desconsideración ajena más bajo que la media. No deben confundirse con los gruñones profesionales, ni con los amargados crónicos. Los auténticos cascarrabias son aquellos que, aunque intentan convivir pacíficamente en la sociedad, no pueden evitar indignarse ante el desmoronamiento de ciertos códigos básicos de urbanidad, lógica o sentido común.
Tomemos, por ejemplo, el caso del camarero que trata de 'tú' con gran familiaridad. '¿Qué te pongo, campeón?' o '¿Qué vais a tomar, chicos?', cuando en la mesa hay una señora de 90 años. Si se replica con un cortés 'nos gustaría un café y agua con gas, joven, pero por favor, no vuelva a tutear a quien quizás multiplica por cuatro su edad', lo normal es que el aludido no sepa ni siquiera que se le dice y siga a la suyo. El trato vulgar y la falta de formalidad no son las únicas pruebas a las que los cascarrabias nos enfrentamos. Está, por ejemplo, el desafío físico y mental de atravesar una calle abarrotada de gente que camina en movimientos impredecibles y ralentizados, provocando atascos peatonales. Con familias que avanzan en formación de abanico, ocupando toda la acera con una parsimonia que haría llorar de envidia a una procesión de Semana Santa. Y claro, intentar adelantarlos supone recibir miradas de desconcierto, como si uno fuera un lunático impaciente que no comprende la belleza de desplazarse a la velocidad del caracol. Este comportamiento es aún más desesperante en las carreteras. Existe un tipo de conductor que ha elevado la lentitud a un arte, y lo exhibe con orgullo especialmente cuando hay un solo carril y no es posible adelantar. No suele ser un anciano con problemas de visión, ni un principiante asustado, es alguien que, sencillamente, ha decidido que su ritmo es el adecuado y que todo el que venga detrás debería aprender a disfrutar del paisaje. Mientras, en el retrovisor, una fila de coches amenaza con convertirse en la escena inicial de una película de catástrofes. Pero pedirles que aceleren es inútil, están convencidos de que son los guardianes del civismo y la prudencia vial.
Otro problema al que nos enfrentamos son las conversaciones obligadas. No hay nada que desespere más a un cascarrabias que la charla intrascendente, esa forma de interacción social que consiste en hablar de cosas irrelevantes sólo para llenar el ambiente. 'Vaya calor, ¿eh?' o '¿Y qué tal, todo bien?', cuando claramente ni quien pregunta, ni quien responde tiene el más mínimo interés en el asunto. Pero lo peor es que, si uno no entra en el juego, automáticamente es clasificado como un ser antisocial.
Dado este panorama, se podría pensar que ser un cascarrabias es un destino inevitable para cualquier persona con un mínimo de sentido crítico. Sin embargo, hay estrategias de supervivencia. Primero, elegir bien las batallas. No todo merece una queja, porque, aunque pueda parecer injusto, el cascarrabias tiene un cupo limitado de exabruptos antes de ser considerado oficialmente insoportable. Segundo, desarrollar la ironía como un escudo, una mirada o un comentario sutil pueden ser más efectivos que un sermón sobre las normas de cortesía. Así que, si usted se reconoce en estas líneas, sepa que no está solo. Y si alguien le llama cascarrabias, respóndale con una sonrisa socarrona. Después de todo, alguien tiene que señalar las pequeñas miserias cotidianas.
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