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Ya he mencionado en esta página en alguna ocasión una de las funestas tendencias de nuestro tiempo: 'cogérsela con papel de fumar'. Es decir, ser ... muy melindroso y demasiado puntilloso con el cumplimiento de las normas, de manera que nada avance, ni prospere. Afortunadamente, la historia de la humanidad, y en particular la de la ciencia, está salpicada de momentos de genialidad con descubrimientos asombrosos que ocurrieron gracias a que hubo individuos que se comportaron de manera totalmente contraria. Destacan los casos de científicos que, en un acto de valentía, o quizás de temeridad, decidieron utilizarse a sí mismos como sujetos en sus experimentos.
En mi caso personal, mucho más modesto y precavido que los ejemplos siguientes, he sido mi propio conejillo de indias en cientos de experimentos. En nuestros estudios del ojo, la aplicación de nuevos instrumentos suele pasar por el uso de láseres para iluminar el ojo. La cantidad de luz que puede utilizarse sin producir daños está bien establecida por diferentes normas, pero en la experimentación no es inusual estar en zonas de frontera y querer probar nuevas cosas. En esos casos, allí estaba mi ojo derecho para probar el sistema. En alguna ocasión con algún susto que me duró varios días. Un ejemplo son los experimentos en los que utilizamos pulsos de luz infrarroja que producen la sensación de luz visible. Se trata de ver con luz invisible, una especie de pequeño milagro, para el que todavía no tenemos una aplicación pero que fue posible por una cierta temeridad en muchas pruebas. Sin asumir riesgos suele ser difícil alcanzar avances significativos.
En la historia de la ciencia ha habido personajes que fueron muy lejos en sus experimentos. De uno de ellos puede decirse literalmente que se tragó su hipótesis. La comunidad médica creía que las úlceras gástricas las causaban el estrés y la comida picante. Pero en 1984, los científicos australianos Barry Marshall y Robin Warren descubrieron que una bacteria, la 'Helicobacter pylori', era la verdadera culpable. El problema fue que nadie en la comunidad científica les creyó. Así que Marshall decidió tomar cartas en el asunto y se bebió un caldo lleno de estas bacterias. El resultado fue un éxito, con la consiguiente úlcera gástrica. La demostración fue contundente y años después les valió el Premio Nobel de Medicina. La historia tiene un final feliz, pues Marshall sobrevivió gracias a un tratamiento de antibióticos que él mismo diseñó, pero nos deja una lección. El camino al reconocimiento científico es tortuoso y puede llevar incluso a requerir de una úlcera de estómago.
Otro ejemplo fue el médico alemán Werner Forssmann, que en 1929 tuvo una idea que parecía sacada de una novela de ciencia ficción: insertar un catéter directamente en el corazón. En aquel tiempo se consideraba el corazón como un órgano intocable y extremadamente frágil, por lo que esta propuesta no sólo parecía peligrosa, sino absurda. Forssmann, sin embargo, estaba convencido de que esta técnica podía revolucionar la cardiología al permitir un acceso directo al corazón, facilitando el diagnóstico y tratamiento de enfermedades cardíacas. Aunque sus colegas lo ridiculizaron y sus subordinados pensaron que estaba loco, diseñó un experimento en el que se insertó a sí mismo un catéter en una vena de su antebrazo izquierdo. Con la ayuda de un espejo, guio lentamente el tubo hasta que llegó a su propia aurícula derecha. Tras completar la inserción, caminó hasta el departamento de radiología, donde pidió que le hicieran una radiografía para confirmar la posición del catéter en su corazón. El experimento fue un éxito, pero en lugar de recibir elogios, fue despedido por lo que se consideró un acto de irresponsabilidad profesional. Décadas más tarde, su método sería reconocido como una de las contribuciones más importantes a la medicina moderna. La técnica del cateterismo cardíaco permite diagnosticar y tratar afecciones cardíacas con una precisión y seguridad antes inimaginables. El tiempo finalmente le dio la razón, y en 1956, fue galardonado con el Premio Nobel.
Pueden imaginar que junto a estos casos de éxito deben existir muchos otros donde las cosas no salieron bien. ¿Es realmente necesario que los científicos se utilicen a sí mismos como sujetos experimentales? Desde un punto de vista ético, la mayoría de los comités actuales probablemente los prohibiría. Pero estos experimentos, aunque extremos, rompieron barreras conceptuales y prácticas. La autoexperimentación es una tradición fascinante que en algunos casos resultó crucial para el avance de la ciencia. Estos sacrificios nos recuerdan que el conocimiento tiene un precio, que en ocasiones ha sido la salud de quienes lo persiguen.
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