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Hace unas semanas en una caminata por el monte me encontré de repente fuera del camino en medio de un monte bajo escarpado y agreste. ... Tras un buen rato de penalidades conseguí salir a un claro y volver al camino. Pero para entonces mis piernas, en especial las pantorrillas, eran un poema con decenas de heridas y arañazos sangrantes. Vamos, que estaba lo que se dice hecho un eccehomo. Iba con un pantalón corto y zapatillas sin calcetines así que me merecía mi mala suerte por falta de previsión en mi indumentaria.
Mis piernas siguen mostrando las múltiples heridas aún no completamente curadas, pero la experiencia me sirvió para comprarme unos calcetines largos hasta la rodilla, decidido a afrontar con ellos los siguientes paseos. Reconfortado por la protección de los calcetines, la primera vez que me los puse con los pantalones cortos casi a la manera de Tintín, me sentí un poco ridículo, pero sobre todo me recordó mi infancia. Hasta los 14 años siempre llevé pantalón corto y en los inviernos con los correspondientes calcetines largos. Mi madre nunca consintió que llevara pantalón largo incluso en los meses más fríos. Y recuerdo mi obsesión por llevar pantalones largos como otros niños, y el día que finalmente llegó el primero que tuve, de cuadros en una tela de tipo franela que picaba las piernas, pero con el que me sentí mayor por primera vez.
Debió ser tan grande mi hartazgo de los calcetines largos que han tenido que pasar 50 años para que me los vuelva a calzar. Viene esta anécdota a cuento al notar de qué forma tan determinante nos marcan nuestra vida de adulto las cosas, pequeñas o grandes, que nos acontecen en la infancia. Esto es algo que lleva a cuestionarte casi cada detalle con los que te enfrentas a los hijos. Con el mío pequeño llevo meses queriéndole obligar a que se meta en el agua, por la que siente un extremo pavor. Me temo que mi insistencia le cause tal trauma que no quiera acercarse en su vida a ninguna orilla.
Incluso en las infancias felices de risas y juegos, se construyen traumas que nos persiguen hasta el último de nuestros días. La influencia de aquellos castigos, las prohibiciones absurdas, los gritos no tan amorosos o de la escuela llena de compañeros dispuestos a hacerte la vida difícil, perduran como una indeleble marca. La ciencia ha demostrado que la infancia no solo es una fase más de la vida, sino que es la base sobre la cual se erige todo el resto de nuestra existencia. El 60% de los adultos cree firmemente que su infancia ha determinado quiénes son y curiosamente la mayoría piensa que es para mal.
El ejemplo de las prohibiciones que sufrimos de pequeños, con los 'no toques esto', 'no hagas aquello' o 'no digas esto'. De adultos, es común lanzarse de cabeza a todo aquello que nos dijeron que no hiciéramos. Porque nada despierta más el interés que lo prohibido. Según la teoría de la 'reactancia psicológica', cada vez que alguien nos dice no a algo, se activa en nuestro cerebro una alerta que anima a hacerlo. Es como una regla no escrita de la psicología humana: lo que no pudiste tener, lo buscarás en exceso.
En el tema de las relaciones personales, el impacto de la niñez es enorme. Uno de los muchos estudios sobre el tema revela que el tipo de apego que se desarrolla en la infancia predice con una precisión del 75% cómo serán las relaciones sentimentales en la madurez. Quiero acabar con el asunto de los miedos, que a menudo usamos los padres para controlar a los pequeños. Ya saben, el coco, el monstruo o el fantasma debajo de la cama. Una costumbre que es posible que paguen de adultos, al enfrentarse a miedos que no deberían haber existido. Si quieren datos, una estadística del Instituto de Salud Mental norteamericano dice que alrededor del 20% de los adultos sufren algún tipo de fobia que tuvo su origen en la infancia.
La infancia como protagonista de nuestra existencia: todo aquello que se nos prohibió se convierte en obsesión, todo el cariño que se nos negó se traduce en búsqueda de afecto. El corolario de todo esto es que, aunque ya es demasiado tarde para usted, querido lector, todavía puede estar a tiempo de guiar a sus hijos o nietos pequeños, en este caso si se los dejan, de la manera más delicada posible cuidando de no hacer marcas que les duren toda la vida.
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