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Un nuevo edén

Me parece fatal que, en momentos como este, se siga haciendo política en vez de colaborar en arreglar un asunto tan serio

Domingo, 15 de marzo 2020, 01:39

Días pasados, escribí en un grupo de WhatsApp de colegas que nos une el cariño al Real Murcia y alguna cosita más, que iba a ver con especial deleite el partido de ese día en Anfield, el estadio del histórico Liverpool. Lo decía con una mezcla de risa y llanto, que es como se dicen las verdades auténticas, ya que el clima social que nos rodeaba con el coronavirus invitaba a exagerar. Por eso añadía una coletilla: no fuera a ser el último partido del mundo. Las razones para ello procedían, como todos pueden comprender, de las decisiones que se tomaron ese día respecto a la clausura de actos públicos, entre los que se encuentran, con todas las de la ley, el balompié.

La risa y el llanto decía. Este pueblo nuestro tan novelero empezó a tomarse a chirigota una auténtica pandemia procedente de allá, del otro lado del mundo, una provincia China. Yo mismo caí en la trampa de la broma cuando equiparé el asunto con un Expediente X. España y yo somos así, señora, como diría Marquina. Nos gusta hacer chistes de todo, hasta de nosotros mismos. Antes, los propagábamos en reuniones familiares o de amigos; ahora tenemos ese formidable portavoz que es el WhatsApp, que lo mismo se llena de felicitaciones de Navidad que de cuchufletas sobre el coronavirus. «Este pueblo miserable transforma todos los grandes conceptos en un cuento de beatas costureras». Tampoco es mía esta frase, sino de don Ramón del Valle-Inclán en su centenaria 'Luces de bohemia'.

La cosa viene rara. Antes, las epidemias no salían de una zona muy determinada, a no ser que las guerras, con sus soldados venidos de todas las partes, las propagaran. Ahora, la globalización puede contagiarnos con tan solo que una persona viaje en avión de un sitio a otro del mundo. ¡Y a ver qué se puede hacer! No quisiera estar en la piel de los responsables de sanidad de todo el mundo, porque menuda tarea se les ha venido encima. No solo descubrir antídotos, que los descubrirán, sino procurar que la cosa se propague lo menos posible. De manera que las medidas tomadas, entre las que se encuentran descansar del fútbol por unas semanas, son de lo más sensato que podíamos imaginar. Por supuesto que fastidian. ¡Cómo no iban a hacerlo! Pero hay que comprender que meter a los niños en casa es mucho mejor que servir de propagadores de la enfermedad. O dejar las Fallas para más adelante, mejor que pegarse un baño de multitudes en momentos como este. Más triste será prohibir la salida de las procesiones de Semana Santa o, lo que sería peor, impedir que estemos en la calle para asistir a ellas, y contentarnos con ponernos detrás de una ventana o un balcón para ver a la Dolorosa o a los apóstoles con sus mascarillas. No pasa nada con que un año tan especial como este nos quedemos sin desfiles religiosos, sin desfiles profanos, sin caramelos, sin saetas, sin morcillas en las barracas, sin sardinas que quemar, sin cohetes que tirar... No pasa nada. No pasará nada, si no intentamos entre todos contener la peste del siglo XXI aunque sea a cañonazos.

Aunque pienso que puede haber un problema. Y no voy a mencionar los ataques desaforados que la oposición más radical y menos sensible lanza al Gobierno sobre lo mal que está gestionando el problema del coronavirus. Bueno, del coronavirus y de todos los asuntos habidos y por haber. Personalmente me parece fatal que, en momentos como este, se siga haciendo política en vez de colaborar en arreglar un asunto tan serio. Pero estamos tan acostumbrados a todo esto que ya no lo considero un problema. El verdadero problema está en ver si nos gusta más vivir sin colegios, sin procesiones, sin conciertos ni representaciones, sin viajes de recreo, sin exposiciones, sin tener que ir a la oficina y trabajar en casa y no ver la desagradable jeta del compañero, sin salir a la calle, sin fútbol, sin terrazas en Alfonso X, y descubrimos así nuestra vertiente de eremita escondida en el túnel del tiempo. Estaríamos en casa leyendo a nuestros clásicos, a los modernos hasta la parada de máquinas de impresión, viendo películas de antes (se paralizarían los rodajes de las actuales), jugando al parchís con habichuelas, o al tute, nos miraríamos a la cara padres e hijos, maridos y mujeres, abuelos y abuelas, tíos y tías, pues antes, con las prisas, apenas si podíamos hacerlo. Un nuevo edén.

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