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Antes de agotar los dígitos para delimitar las sucesivas olas de la pandemia vírica, quizás tengamos que recurrir a una mecánica muy distinta, solapada hasta el momento. Tan agoreras predicciones pueden concretarse cuando emerja –con esplendor, por lo que se barrunta– una convulsión distinta sobre ... la salud comunitaria, que será consecuencia del consumo de alcohol. Tal es la percepción social sobre una sustancia convertida en asidero irresistible, al que se aferra sin moderación gran parte de generaciones jóvenes. La zona visible de este iceberg, que oculta una realidad conocida, se hacía patente hasta ahora en la nefasta moda de los botellones, una costumbre asentada sin visos de solución, al parecer irreversible. Esta impresión sobre los excesos con las bebidas alcohólicas se ha visto acrecentada, durante las sucesivas reclusiones decretadas a raíz de la pandemia. Es lo que se deduce de cumplidas y cotidianas referencias informativas, sobre reiteradas reuniones desafiando la prohibición y con el alcohol como icono incuestionable. Ello sucedía en un contexto social que, mayoritariamente, observaba con disciplina las restricciones impuestas para evitar contagios, aceptadas con resignación, de mejor o peor grado, en aras a proteger la salud individual tanto como la colectiva. Venimos asistiendo ahora a una reiterada exhibición transgresora, ignorando las apelaciones a la prudencia y contestada por una manera irreflexiva de actuar, no tan solo en lo que concierne al referido consumo de alcohol, sino obviando con manifiesta inconsciencia las más elementales recomendaciones sanitarias.
Lo que se apunta aquí es el corolario de actuaciones presididas por una manifiesta estupidez. Con el agravante, por absurdo y tan a la moda, de grabar y difundir sin recato imágenes de reuniones prohibidas, a sabiendas de que tarde o temprano serán objeto de las pertinentes sanciones. No caben otros calificativos, cuando ha transcurrido una inacabable situación de meses de restricciones, sin atisbar un final feliz, por el momento, con desconcierto, temor y miedo en el ánimo colectivo. Son actuaciones que producen especial indignación, con sentimientos de rabia e impotencia en grupos como los sanitarios, cuando contemplan con estupor tan absurdas difusiones. Sometidos como están a meses de estrés continuado, presos de una fatiga mental y hasta física, quienes hacen caso omiso de las recomendaciones deberían ser conscientes –salvo indigencia de mente y espíritu, lo cual no es descartable– de las miles de muertes acaecidas. Cuando todavía el virus se está cobrando a diario la vida de muchas personas. Y entre tantas de valor incalculable, como son las de todos los que nos han dejado por el camino, la de no pocos testigos digamos inocentes, que estaban ahí, cumpliendo con su cometido profesional para cuidar a otros. Personal de instituciones sociales y no pocos sanitarios dedicados a velar por la salud comunitaria, entre los que cualquier ayuda 'externa', como el simple hecho de guardar las restricciones, habría sido muy bien recibida. Por encima de ese reivindicado sin miramientos derecho a una libertad irrestricta tan en boga, haciendo caso omiso del perjuicio ocasionado a otras personas.
El actual estado de cosas quizás plasme otra realidad, enraizada en la larga historia de permisividad social para el alcohol. Es ya una circunstancia devenida en habitual, magnificada, por ejemplo, durante la mayoría de fiestas tradicionales, donde las costumbres y rituales de celebraciones se ven a menudo ensombrecidas por una orgía desenfrenada de consumo alcohólico, teñida de lamentables episodios de embriaguez. Otras imágenes públicas fijan en nuestra retina un desolador paisaje después de la batalla. Es tremenda la estupefacción que depara la suciedad y los destrozos en el mobiliario urbano. Amenizado todo ello con el sonido ambiente del ulular de las sirenas de las ambulancias, afanándose en rescatar los penosos restos del naufragio de un civismo que todos merecemos. Un ritual viejo, conocido, asumido hasta con indiferencia por su reiteración.
Los efectos perniciosos del alcohol minan, en una continuada y persistente labor de zapa, estructuras sensibles hasta acarrear su disfuncionalidad. Desde el cerebro, hasta el corazón, junto al tubo digestivo y el hígado, ningún órgano está preservado. Memoria, concentración, afectividad, sentido del equilibrio y de la marcha, hasta el estado de nutrición, componen un catálogo por fuerza incompleto. Es todo un inventario deprimente al que sumar, en este relato de desdichas, las consecuencias de la embriaguez sobre la convivencia, con accidentes y violencia de toda suerte. Más la consiguiente sobrecarga sobre el sistema de salud.
Como conclusión, siempre parece oportuno lanzar un catálogo de buenas intenciones destinado a convencer a incrédulos. Aunque 'en vano trataremos de convertir una reunión de esclavos en una ciudad libre' (Spinoza). Quizás sea algo vacío pretender cambiar una opinión con otra diferente, con proclamas bienintencionadas de carácter genérico. Mientras nos esforzamos en hacerlo, el viento suele barrerlas sin remisión.
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