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En la primera mitad de los años 90 traté, por motivos profesionales, a varios niños ucranianos. Tenían todos entre cinco y diez años. Habían sido adoptados, temporal o definitivamente, por familias españolas residentes en lugares donde se había formado una comunidad de emigrantes exsoviéticos. Los ... emigrantes exsoviéticos que, salidos de la espantada que se produjo al caer la URSS, por entonces una sociedad democrática en lo político pero algo como 'Mad Max' en lo social, cuando se formó la famosa oligarquía protoputinesca que tanto nos entretiene ahora. Los exsoviéticos se habían creado justa fama entre el pueblo aborigen español de ser gente seria, durísima, trabajadora, nada dada a meterse en 'probliemas'. Gente respetada y me atrevería a decir que hasta querida por los que trataban a diario con ellos. Aquellos niños ucranianos adoptados o acogidos temporalmente en España venían todos del área de radiación por el estallido de la central nuclear de Chornóbyl, llamada Chernóbyl antes de trasladar el nombre del ruso al ucraniano.
Eran niños, me pareció, hablando con ellos –habían aprendido castellano en pocos meses–, asombrosamente educados, inteligentes, formales. De esos que pueden llevarse a cualquier sitio reservado a adultos sabiendo que van a comportarse, sin crear contaminación visual o acústica. Supongo que ayudaba a eso el enorme trauma vivido por sus familias de origen, y por ellos mismos a una edad de la que era dudoso se acordaran. Se había ahondado esa formalidad, ese ahorro de gestos exagerados, esa expresión tan seria que incluso superaba la tradicional 'cara de póker' que, por cultura, tiene de adulta la gente del noreste de Europa, donde la sonrisa para todo, tan norteamericana, está muy mal considerada.
Eran niños de pocas palabras, ojos claros y expresión límpia, y jugaban exactamente con aquello que los mayores de acogida les habían indicado que debían jugar. Sus padres o bien habían muerto por la explosión de Chernóbyl o bien tenían tran graves secuelas que habían tenido que entregar a sus hijos. Todos procuraban no hablar de los padres. A todos los efectos, se hacía como si nunca habían existido.
He recordado a aquellos niños ucranianos, todos menores de diez años, reconcentrados como quien puede observar su futuro, porque hoy tendrán edad de combatir y muchos estarán en el frente de Ucrania. O habrán estado, antes de morir durante estas últimas semanas. No pocas de aquellas niñas estarán también luchando en el frente. Para los que se quedaron definitivamente en España Ucrania solo será algo aprendido, algo no vivido.
Pero la defensa de su tierra de origen, aunque sea un solo centímetro de ella, se la deben a sus padres y a los padres de sus padres, incluso aunque nunca hayan sabido nada de ellos. Como si cuando eran niños –se veía en sus ojos claros y de mirada límpia– siempre hubiesen sabido que nacieron con una gran tragedia y acabarán en otra gran tragedia. Y el lapso de tiempo intermedio solo haya sido una preparación para la segunda. La vida empieza con un llanto y termina con el llanto de los que nos rodean.
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