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Mbappé ha ganado las elecciones francesas. Junto a otros jugadores de la selección se posicionó públicamente contra la extrema derecha y los resultados dieron un vuelco, dejando a Le Pen con la cara que puso Salomé cuando empató Eurovisión con el voto de España a ... favor de su rival, Israel, pero sin aquel magnífico vestido de porcelana que le hizo Pertegaz para que cantase que vivía cantando.
Que el futbolista tenga ideología y la haga pública no es nuevo. Sócrates, el mago del mejor Brasil de todos los tiempos, aunque no ganase nada, el licenciado en medicina y genio del mediocentro era comunista militante y luchó contra la dictadura desde su poderosa voz pública. Cuando llegó a Italia para jugar con la Fiorentina le preguntaron cuál era su futbolista favorito y respondió: «No lo sé, no los conozco. Estoy aquí para leer Gramsci en su lengua original y estudiar la historia del movimiento obrero». No es excepcional que un futbolista entre en política. Por si no lo saben, George Weah fue presidente de la república de Liberia hasta el pasado 22 de enero.
En otros ámbitos es bastante normal que se cuente con el peso decisivo de personas ajenas a la política en un proceso electoral. El caso más fresco es el voto demócrata de Taylor Swift, un activo fundamental antes de que Trump se convirtiese en un semidiós tras el atentado fallido. Ahora los demócratas no ganarían ni aunque Roosevelt saliese de la tumba de la mano de Kennedy. Por seguir en Estados Unidos, el votó demócrata de Hollywood siempre ha sido tan importante que la máquina de intoxicación trumpista inventó una historia sobre Tom Hanks y otra gente de la cultura en la que secuestraban niños con fines pedófilos y hasta para beber su sangre. El país norteamericano es muy grande y millones se creen hoy semejante ridiculez.
Pero el fútbol parecía ser menos sensible a cosas así hasta lo de Mbappé y sus compañeros, pero vayamos al principio de lo que nos interesa. Cuando empezó la Eurocopa, se generó una imagen idílica de nuestra selección. Dos chicos jóvenes, de padres inmigrantes, triunfaban dándolo todo por sus colores y todos vibrábamos, primero por los goles, luego por la utopía de un país unido, tolerante y generoso. Cada triunfo nos hacía mejores como nación y no había fisuras. No nos preguntábamos (por lo menos yo no lo hacía) dónde había nacido cada uno, solo veía fútbol exquisito y serio. Mi generación, que lo perdió todo menos el partido de Malta, no se quita el miedo al gol de Platini a Arkonada en el 84 y, hasta el pitido final, no nos creímos que habíamos ganado. Las gloria cabe dentro de un televisor.
La final fue esplendorosa y la fiesta de después fue entre amigos. Pero empezó a pasar algo. Esa misma noche aparecieron en redes decenas de usuarios con nombres de radios, periódicos o personas inexistentes, con una foto de Lamine Yamal de niño vestido con la camiseta de Marruecos y besando el escudo. No sé si es un bulo, probablemente sí, pero si es real es también algo muy normal, es el país de donde viene su padre. Yo mismo he llevado durante años la camiseta de la selección inglesa que me regaló mi suegro, y antes la de Brasil. Lo que no era normal era la entrega del chico ni su fútbol con 16 años ni la dimensión heroica de lo que ha hecho por España en muchos sentidos. Pero miles de personas difundieron el bulo. Inmediatamente corrió otro post con una foto de De la Fuente en el que se decía: «Entrenador, blanco, católico, calvo y heterosexual. Jodeos, progres». No daba crédito, hay muchas Españas y al menos una de ellas piensa eso.
Luego lo de Gibraltar español de Álvaro Morata, que se le da mejor meter goles que actuar como animador. Bueno, tal vez no.
Lo de Gibraltar sobró. Todos tenemos una vena nacionalista y claro que Gibraltar es una colonia británica en territorio español, además de un nido de piratas modernos, pero ¿era nuestra noche la adecuada para volver a aquello que los malos políticos usaban cuando las cosas les pintaban mal, reivindicar el imposible? Le dio munición a los tabloides ingleses y a nuestros telediarios. Al día siguiente, Carvajal poniéndole cara de portero de discoteca a Pedro Sánchez en la Moncloa y otra vez los sitios de internet con nombres falsos. Fue como cuando en una boda de ensueño el amigo borracho se pelea con un cuñado del novio. Éramos campeones de Europa y estábamos hablando de Gibraltar.
No sé a quién votaba Enrique Castro, Quini, mi ídolo infantil. Para los más jóvenes, era el delantero centro de la selección y el Barça, un 'killer' que no perdonaba nunca en el área. Era flaco, feo, medio calvo y con barba de tres días. Nada de depilaciones, carillas ni tatuajes. Era ese tío que se clavaba un bocata de jamón con un vaso de vino y saltaba al campo sin espinilleras a pelearse con centrales que asustarían a los Soprano. Era otro fútbol en un tiempo en el que un tío que anunciaba mantequilla se bajaba de un helicóptero y aún no éramos Europa. Morata se mete en jardines, Quini metía goles.
Me quedo con Quini. Será que soy un romántico, pero me gusta que los futbolistas metan goles.
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