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Tocar el cielo desde Cartagena

Desde abajo miré hacia atrás y vi la infinita pared de gente bailando y siendo feliz, y vi volar el daño y las penas. Y bailamos y nos besamos, y nos quisimos

Sábado, 3 de agosto 2024, 00:21

Cuando ando por las ciudades observo mucho a la gente y me pregunto cuántos de ellos están a punto de echarse a llorar. La presión es infinita, parece imposible que nuestra fragilidad permita que soportemos que nuestras vidas se midan en el tiempo que duran ... las hipotecas, que soportemos a jefes para los que empatía debe ser una escritora griega, que resistamos la adolescencia de nuestros hijos y los bandazos que en nuestros dañados corazones provoca la muerte de nuestras madres y abuelas. Todo eso es una mínima parte de lo que viaja dentro de nosotros. Me refiero a la gente corriente porque luego está la extraordinaria, la que aguanta la presión de un submarino sumergido a 300 metros, algunos héroes como mi hermano, gente que podrían sacar del mar ellos solos el navío que los presos arrastran en el principio de la peli de 'Los miserables'. Entre todos formamos una comunidad de dolientes que caminan todo el año en pos de subsistencia o de colmar ambiciones, obsesiones que ocupan cada espacio mental que vivimos, pero que se desvanecen cuando alguno de nuestros hijos sufre. Entonces no hay presión ni dolor, no hay tiempo ni falta de él, solo hay una imperiosa necesidad de recuperar su sonrisa. Creo que los que tenemos hijos vivimos solo por eso una vez que los hijos llegan. Entre nosotros, entre todos los que cualquier mañana pasamos por la Trapería o por Callao o por Consell de Cent, camina Ansiedad, la protagonista invisible de un tercio de nuestras vidas, la mala de un cuento que habrá que escribir un día.

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