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El pasado sábado, cuarenta personas entraron en la Iglesia de la Compañía en Caravaca y se dirigieron a dos cuadros. Los miraron durante un rato mientras Ana Coronado, la guía de la exposición 'El siglo de Tegeo', les explicaba con detalle ambas pinturas de las ... que ellos ya sabían casi todo. Había niños y mayores llegados de Madrid, Albacete, Cuenca, Murcia, Valencia, Cartagena y, por supuesto, de Caravaca y todos habían venido a cerrar un círculo que se había iniciado hace 184 años, en el momento en el que Rafael Tegeo terminó en Cehegín los retratos de Santos y Magdalena, los hijos de su amigo Santos de Cuenca Fernández-Piñero. Frente a los dos cuadros, los cuarenta descendientes de Santos posan en una foto enmarcada en el azul de las paredes y el marrón de la vieja iglesia jesuítica y en ese momento, exactamente el instante en que se disparó la foto en el móvil que hoy se puede ver en redes sociales, la exposición cobró todo su significado.
Tiene que haber una exposición que recuerdes, tal vez varias, pero hay una que conservas en la memoria porque te marcó. Es lo que ocurre con las buenas, con las grandes exposiciones, que logran pasar a formar parte de la geografía intelectual y emocional del espectador. Las visitamos de forma a veces rutinaria porque son un hecho frecuente en el occidente rico que se preocupa por la cultura entendida como parte del bienestar del ciudadano. Llevamos a nuestros hijos a ver exposiciones para que un día las amen como nosotros, aprendan de arte y sean personas ilustradas y elevadas para las cuales la pintura no es solo un objeto caro, un legitimador social o una extravagancia.
Una exposición es un esfuerzo enorme de alguien. Cuando es de un artista vivo con frecuencia se juega la vida en cada muestra, se abre en canal a la vista y crítica de un público que puede amarla, odiarla o, lo peor de todo, ignorarla. En el caso de las exposiciones históricas hay siempre una o varias instituciones y/o empresas que patrocinan el trabajo de un equipo de expertos y técnicos en colaboración con museos y coleccionistas. Cuando se hace un esfuerzo económico, laboral e intelectual de tal calibre, el resultado no puede ser solo un buen rato, una experiencia bonita o un evento para los periódicos y redes, debe dejar más, mucho más. Normalmente se busca el progreso del conocimiento en un artista, movimiento o estilo, tal vez cerrar un catálogo de obra o dar sentido a un grupo de obras pero sería ingenuo dejar de lado el hecho de que hablamos de una industria cultural con repercusiones en el PIB, en el prestigio de las ciudades y en el orgullo de los ciudadanos. A veces se convierten en fenómenos sociales: siempre citamos aquí la exposición de Velázquez en el Prado de 1990 con sus colas infinitas. Las hay masivas y estruendosas, pero también las hay secretas y emocionantes. El libro de las exposiciones que nos han hecho como somos está por escribir.
Pero a veces, solo algunas veces, una exposición traspasa lo artístico, incluso lo cultural y pasa a formar parte de la memoria colectiva, y 'El siglo de Tegeo' lo ha conseguido de muchas maneras, la más emocionante la reunión de los cuarenta descendientes de Santos de Cuenca el sábado. La idea la provocó un artículo en este periódico que hablaba de la primera reunión, la de los dos hermanos Santos y Magdalena, en las efigies pintadas por Tegeo. La emoción del reencuentro de estas dos telas, una llegada de una colección particular descendiente de Santos y otra del MUBAM, se incrementó ante un hecho insólito. Cuando desembalamos ambos cuadros nos dimos cuenta de que conservaban los dos marcos que en su día encargó Santos, el padre. Es de esas cosas que parecen pequeñas pero no lo son, en el sucesivo naufragio de la historia casi ningún madero está en su lugar, pero el cariño y el respeto de cada descendiente que heredó cada uno de los dos cuadros está narrado en la pervivencia de estos dos marcos.
Pero luego está el sábado. La llegada de niños curiosos que escuchaban quiénes habían sido sus tataratatarabuelos, los mayores que conocieron a uno de los nietos, incluso quien sabe del blusón azul que lleva el pequeño Santos. Las cuarenta miradas confluyendo en ese espejo que a veces es la pintura y el orgullo de saberse descendientes de dos personas fijadas para la historia por los pinceles de uno de los grandes maestros del arte español.
Mientras escribo esto, Lourdes Aznar, la gerente de la Fundación Camino de la Cruz, me envía un archivo jpg. Lo abro y aparece un hombre apuesto con canas en la poblada barba, muy peinado que viste una levita del paso del XIX al XX en una foto antigua. Inmediatamente me doy cuenta y el corazón salta en su caja: es Santos de Cuenca, el niño del pajarito, el del cuadro, en otro tiempo y otro lugar. Casi en otro mundo.
Para todo esto debe servir una exposición, para que el arte se enhebre con la vida y se introduzca en la memoria de los pueblos enriqueciendo su conocimiento y su apego a un pasado que le pertenece, en sus glorias y miserias. En este caso es en sus glorias, lo que debe remitir a un legítimo orgullo.
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