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Pido perdón a Ruth Ortiz por lo que voy a escribir. Lloré entonces y me dan ganas de llorar aún hoy, pero creo que debo ... hacerlo.
Estoy en contra de la censura o la autocensura de 'El odio' de Luisgé Martín. No voy a leerlo, por lo que no opinaré sobre su contenido. Sé que Luisgé ha profundizado valientemente en la temática gay y encuentro una cita de Pozuelo Yvancos que dice «la habilidad de Luisgé Martín es haber conseguido que las condiciones de lo horrible no susciten en el lector rechazo frontal al nutrir una buena novela». Excelente comienzo, pero no leeré el libro porque me parece oportunista, porque da voz al asesino, porque hace daño a la víctima viva, la madre de dos niños asesinados que, sinceramente, creo que ya difícilmente podrá sufrir más. No leeré el libro porque no leo obras que se aprovechan del dolor y esta ¿no intencionadamente? parasita la indignación de un pueblo en el que la lectura crece para sorpresa de todos: hasta el 70,3% de españoles y españolas leyeron un libro en 2024. En vez de hablar de 'El odio', ¿no podíamos haber publicitado un libro de ese gigante de las letras que es Raúl Quinto o rescatado del olvido a Miguel Espinosa, en vez de hacer viral un libro prescindible con algo tan peligroso como la censura?
Se ha citado ya 'A sangre fría', así que usaré otros argumentos: quiero que se descuelguen del Museo del Prado todos los cuadros en los que Zeus viola a una mujer, bien sea como ave ('Leda y el cisne') bien como vaca ('El rapto de Europa') o, ya en el colmo de las conductas sexuales aberrantes, como lluvia dorada. Para estas censuras apelaré al dolor de las mujeres violadas. Luego quiero que se dejen de publicar los libros de Anthony Beevor sobre la toma de Berlín, Stalingrado o Madrid. Para esto apelaré a las víctimas de conflictos. Luego que se cancelen 'Shoa' y 'La lista de Schindler' porque no quiero que sufran los supervivientes del primer Holocausto, provocado por los primeros monstruos; luego pediré que se censure 'No Other Land', el documental palestino cuyo director, Hamdan Ballal, fue agredido por los segundos monstruos, para que no sufran los palestinos víctimas del segundo Holocausto. Después pediré que se censuren las canciones de los grupos del Rock Radikal Vasco, y para ello usaré el ejemplo de Las Vulpes. Cuando tocaron 'Me gusta ser una zorra' en 1983, en el programa de RTVE 'Caja de ritmos', hirieron a dos políticos, José Ignacio Wert, luego ministro de Educación, y José María Álvarez del Manzano, luego alcalde de Madrid, ambos del PP. Empezaron una campaña que acabó con jóvenes fascistas apedreándolas en los conciertos. El fiscal general del Estado, Luis Antonio Burón Barba, les puso una querella por escándalo público. De forma premonitoria la cara B del 'single' de Las Vulpes se llamaba 'Inkisición'. El director del Caja de Ritmos, Carlos Tena, tuvo que dimitir y el programa fue cancelado.
¿Es igual 'Me gusta ser una zorra' que 'El odio'? Claro que no, ¿es equiparable el dolor de Ruth Ortiz y el de los escandalizados por la canción? Claro que no, qué ridiculez, pero el problema siempre viene detrás.
Sinceramente, si ardiesen todos los ejemplares de 'El odio' me daría igual, pero no quiero que ese sea un pretexto para el mal. En Estados Unidos han censurado 'Matar a un ruiseñor' y 'La cabaña del tío Tom', este último tras la presión de un grupo de madres blancas que no querían que sus hijos sintiesen culpa por la esclavitud. Han censurado a los Hermanos Grimm y a Darwin. El lector dirá: «Eso es en Estados Unidos, aquí no pasará, somos más inteligentes», pero acabamos de ver a un futbolista defender que la tierra es plana en 'prime time'. Podemos pensar que es el fascismo quien quiere la censura porque la necesita para controlar las ideas, pero hay algo que no estamos queriendo ver, y es que cada vez la izquierda demanda más censura. No es equiparable pero la corrección política abona campos en los que la censura de ambas partes va acotando terreno a la libertad de expresión. No es una distopía, aunque me remitiré a 'Fahrenheit 451', ese mundo en el que los bomberos queman libros porque hacen pensar y en la televisión hay un infinito 'reality show'. Recurrir a Ray Bradbury para defender el libro de Luisgé Martín parece un chiste, pero no lo es porque los tiempo no están para chistes cuando en la frontera estadounidense te revisan whatsapps y, si has criticado a Trump, te expulsan; cuando en Turquía los manifestantes se tienen que disfrazar hasta de Pikachu para que el Gobierno de Erdogan no los persiga, cuando la inteligencia está bajo asedio. La administración Trump y Erdogan dirán que es por un bien mayor: la seguridad del pueblo. En nombre de la supuesta seguridad exterminan la libertad real.
Es grosero defender la libertad a costa del sufrimiento de una mujer, es ridículo hacerlo con un libro tan menor como es 'El odio', pero abrir la puerta de la censura lleva a cancelar a marionetistas, a presentadores de televisión, a cantantes y, al final, a todo el que diga algo que moleste.
Pensemos, ahora que aún nos dejan. Y de nuevos mis disculpas a Ruth. De verdad lo siento.
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