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La lectura no era errónea: 16,4 máxima y 9 la mínima: soy hipertenso. No es la genética. Tampoco es la alimentación ni el estrés, ni los 12 cafés diarios ni el aire contaminado, lo que ocurre es que han pasado 30 años del día ... en que Los Planetas estrenaron su disco «8 y medio» en Murcia. Aquella noche de colores Carolina y yo lo dimos todo y luego cerramos todos los bares y luego la acompañé a su casa en la Redonda y la besé en el portal.
Pero 30 años después soy un señor mayor que se resiste a pensar que la vida sea solo manchar y gastar, a ser la voz en off de un gallifante. Lo jodido es que mientras escribo esto, Iggy Pop, uno de mis ídolos, cumple 77 y, viendo en internet sus conciertos, no parece tener hipertensión ni nada que se le parezca. Se diría que unos somos humanos y otros dioses. Soy tan viejo que también tengo anécdota con él en una discoteca de Santomera, pero eso es para otro artículo.
Pero ni siquiera Iggy es eterno, nos morimos inexorablemente y cuanto mayores somos más parece que se nos va la gente. La mañana que me dijeron lo del carnet supe que había muerto Pierre Gonnord, un gran maestro de la fotografía y un amigo bueno, afectuoso y elegante. Hay gente que parece que siempre va a estar ahí, que son como los edificios. Todos pensamos que esos eternos serán nuestros padres hasta que un día también se van y nos vemos como aquel juego de los 80 de cascadas de monedas. Echabas una y, con suerte, caían algunas a tu bolsillo. Entonces te ibas y en la primera línea, a punto de caer, quedaban otras monedas que serían para otros. Nosotros vamos colocándonos en segunda fila mientras caen los de la primera. Siempre buscando el sentido de la vida y era una máquina tragaperras en la que el premio son dosis de existencialismo.
Pero pongámonos en el mejor escenario, pensemos que sobrevivo, que unos sociópatas seniles no aprietan botones rojos y que el calor de agosto no llega a los 100º. Si tenemos suerte y eso no pasa, en los próximos 30 años es previsible que todo cambie. Creo fervientemente que conseguiremos revertir el cambio climático, que sentaremos las bases para un futuro en el que los fascismos y las teocracias serán páginas en los libros de historia, creo en un futuro en el que podré mirar a los ojos a mis hijos y decirles: te dejo un mundo mejor que el que me dejaron y se lo diré en un Mar Menor vivo y limpio. Pero físicamente iré viendo limitaciones, siempre y cuando no me mate en un accidente de avión o me tiren una maceta cuando pase por debajo del Museo Gaya. Bueno, creo que me tirarían más bien una copa, así que no pasa nada. Sé que los viajes largos se me irán haciendo duros, que los conciertos de pie me dejarán de apetecer y que no podré tomar marineras porque llevan mucha sal. De vino y cerveza ni hablamos. También sé que iré dejando de colgar yo mismo cuadros en las exposiciones que comisarío. Tal vez me acabe convirtiendo en uno de esos curators con corbata que mira y señala con el dedo diciendo «cuélgame ese ahí» Qué horror…
La melancolía es algo que se disfruta y yo la intensifico escuchando «Calle Victorio» de Cincy&naty que me lleva a las calles en las que voy puliendo mi vivir mientras escondo en el humor la apabullante sensación de haber visto, en el crecimiento de mis hijos, que todo esto pasará muy rápido y que los próximos 30 años han empezado ya, que correrán como demonios y que, un día, escribiré en este periódico que han pasado y que ya no puedo ir a conciertos ni montar ni viajar, ni probablemente, trabajar. Ojalá todo transcurra tal y como lo he escrito, sin otras noticias que añadir.
Lo doloroso es que quiero seguir aprendiendo. La gente dice que, a cierta edad, ya no se aprende pero yo quiero seguir estudiando y aprendiendo y descubriendo grupos de música nuevos y leyendo libros cada vez más raros. El deterioro físico, si no conlleva un dolor excesivo, me será tolerable porque gran parte de la felicidad en mi vida se ha producido sentado, mientras estudiaba en bibliotecas de Roma, París o en mi queridísima Murcia. Pero el deterioro mental no me gustaría, aunque no está en mi mano disponer, claro.
Todo esto puede parecer triste pero no lo es. Triste es perder a tus hijos o no poder darles de comer. Triste es tener una enfermedad o que la tengan los tuyos. Triste es el verdadero dolor, lo mío son dolores del primer mundo, quejas de un burgués con la tensión alta porque, como le leí a Tom Wolfe, nada más burgués que intentar no parecerlo. En definitiva, el sábado, si alguien que me lea va al WARM UP verá a un tipo y a una tipa que se saben todas las canciones de Los Planetas en primera fila. Saltarán menos que lo hacían hace 30 años pero lo darán todo, dejarán hasta el último átomo de energía cuando suene «Qué puedo hacer». Esos seremos nosotros.
Quien sabe, quizá al volver a nuestra casa bese a Carolina en el portal.
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