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Sonó como suena lo que se rompe sin remedio y también como un cristal, como un fin de fiesta y como una despedida. Jose, al levantarse, había golpeado la vitrina en la que Carolina guardaba su tesoro más preciado, un enorme pez rojo de Bordallo ... Pinheiro, los ceramistas portugueses que hacen platos y fuentes con formas de vegetales y animales marinos. Ella había ido a comprarlo a la fábrica y para traerlo hasta aquí viajamos en coche en vez de en avión. Un poco a la fuerza, pero así fue porque a los sitios bonitos cuesta llegar.
Se había caído de su soporte quebrándose fatalmente por la cola en medio de una reunión que escalaba cumbres de diversión del calibre del yate de 'Alguien voló sobre el nido del cuco' y es que, en aquella fiesta que sustituía a mi cumpleaños no celebrado por tercer año consecutivo, parecía que habíamos escapado por unas horas del manicomio cotidiano, ese en el que Pedro Sánchez sostiene la calavera de Yorik Iglesias y Feijóo suda en la mesa alargada en la que se sienta su profesor de inglés para enseñarle el verbo 'to be'. Ese manicomio cotidiano en el que el miedo se nos inyecta mediante la antena de la tele y nosotros lo difundimos como un virus cutre a través de whatsapps hasta que llega a mi madre que, alarmada, me llama diciendo que le van a quitar la pensión. Son tantos los miedos y en tantas direcciones que, cuando le pregunto quién le va a quitar la pensión, no sabe responder, el mensaje no lo decía. Miedo a discreción, democrático y para todos. Es el personaje fantasma en nuestra película, la madre de Norman Bates que no aparece pero nos aterroriza, los alemanes en 'Senderos de Gloria' que son la razón del dolor y la corrupción, aunque no se vean detrás de las trincheras, o la madre de Wolowitz en 'The big bang theory' que nos grita y somete desde su remota habitación invisible. Es tanto el miedo que más que sufrirlo lo disfrutamos.
Pero en aquel día de fiesta habíamos hecho un exorcismo de arroz con conejo y el miedo se escapó por los carriles dejando la tarde para beber y hablar. César trajo Tokaj, Mic champán, Jose y Marisa vino... no deberíamos beber, pero bebemos. Los triglicéridos, muy crecidos, cantaban habaneras mientras bebíamos y celebrábamos la vida.
En aquella fiesta el pez se rompió congelando por un segundo toda aquella felicidad de locos en la huerta y en ese segundo se hizo la duda dramática, esa en la que el malo y el bueno se miran cara a cara y en el cine gana el bueno y en la realidad el malo. Pero solo fue un segundo y todos retomamos los bailes y las risas. Jose absorbió el drama de todos, estaba muy disgustado sin entender que el pez a Carolina le daba igual. Le gustaba mucho pero era solo un objeto, en una fábrica de Portugal vendían más, y sin pez se vivía también. Jose, aun así, tardó en echar al perro negro y seguimos hasta que se nos hizo de día y las canciones ya eran pintorescas.
Hoy, meses después, hemos reservado una mesa en el Salzillo, el restaurante de las grandes ocasiones. Somos diez y muchos no nos vemos nunca, cada uno vive en un extremo del país. A la mesa han venido Jose y Marisa con el pez. Lo llevaron a un restaurador de cerámica que pegó la rota cola con oro mediante la técnica japonesa del Kintsugi, unir cuencos rotos con el mejor de los materiales, el más noble pero dejando las cicatrices a la vista. Nunca hemos tenido un regalo mejor que este. No era necesario pero lo ha hecho y la unión del pez con su cola es el más alto signo de amistad que un proceso material puede explicar. El oro que une esa cola es amor.
Dice San Pablo en su primera carta a los corintios, esa de la que solo hemos escuchado el trozo de la misa en las bodas, que «Aunque yo hablara todas las lenguas de los hombres y de los ángeles, si no tengo amor, soy como una campana que resuena o un platillo que retiñe. Aunque tuviera el don de la profecía y conociera todos los misterios y toda la ciencia, aunque tuviera toda la fe, una fe capaz de trasladar montañas, si no tengo amor, no soy nada. Aunque repartiera todos mis bienes para alimentar a los pobres y entregara mi cuerpo a las llamas, si no tengo amor, no me sirve para nada», y yo no encuentro otra forma mejor de explicarlo.
Hoy, días después de unas elecciones y a otros pocos de las segundas, no veo una razón de escribir sobre política, ni sobre el ruido o la furia, ni sobre el invierno de nuestro descontento, sino de nuestros amigos Jose y Marisa y del pez que arreglaron con oro, de que casi todo se puede arreglar y que, a veces, está mejor después de romperse porque somos mejores con nuestras cicatrices, que son lo más nuestro que tenemos. Deja de ver la tele, agarra el dinero que tengas y gástatelo con tus amigos. Llámalos y reuníos a beber o a jugar al Risk pero no perdamos ni un solo minuto en la basura que devoramos entre semana, hagamos del fin de semana una ceremonia en la que el bien reine y el amor sea el pretexto: hagamos una buena fiesta.
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