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Casi todas mis parejas me han ayudado a conocer mejor a mi madre. Si ellas me interesaban, quería que la conocieran. En ese primer encuentro, yo solía romper el hielo con alguna anécdota de las muchas que ocuparon la vida de mi madre. Hacía un repaso desganado, dejando todos los cabos sueltos. Entonces, ella tomaba las riendas, corregía lo poco que yo hubiera dicho y ordenaba el chascarrillo. Aparecían así detalles que desconocía o que tenía olvidados por completo. Personajes secundarios y ramificaciones que nunca había escuchado. Ampliaciones a la versión que yo manejaba, a las secuencias lejanas que conocía a trozos desde pequeño.
Durante aquellos encuentros, observaba a mi madre con ojos renovados. Recomponía muchas de las escenas (casi las podía ver) que nos narraba y me confirmaba en el reconocimiento de una vida valiente, de lucha y autosuficiencia. Exámenes de oposición mientras cambiaba pañales, viajes al amanecer a Vélez-Rubio y a Torrevieja para dar clase en los primeros institutos donde fue profesora. Desgracias e intentos frustrados de enderezar su proyecto de vida. Dudas y decisiones en momentos de crisis vitales que, como hijo, no supe interpretar cuando ocurrieron, pero que entonces, en aquellas conversaciones, podía comprender e incluso reconciliarme con muchos de esos recuerdos.
Casi todas mis parejas me ayudaron a conocerme mejor. En aquellos ratos con mi madre, ellas, desbordadas por esa ternura propia del enamoramiento recién estrenado, le preguntaban detalles de mi vida. Mi madre empezaba casi de carrerilla: nacimiento por cesárea (nonato, le gustaba decir), muguet y hernia umbilical. Así, nada más llegar al mundo. Una perla. Al acercarse el capítulo de mi adolescencia, mi madre y yo nos mirábamos, sabíamos que no fueron mis mejores años. Con complicidad pasábamos de puntillas por aquellos recuerdos y ella pronto sacaba de la chistera cualquier historieta de mi infancia que mantuviera la ternura que el público demandaba.
En aquellas conversaciones, no es tanto que se me desvelaran episodios de mi vida como que se me permitía tomar conciencia de algunos de ellos. Atendía a esas diálogos como espectador, en un ejercicio de pasividad y rumia digno de la práctica psicoanalítica. Como si leyera por segunda vez un libro (bueno o malo), ponía la lupa en acontecimientos vividos, que en ese momento contemplaba a una velocidad distinta y desapasionada que me permitía reflexionar sobre las circunstancias de mi presente. Agradezco aquellos momentos de intimidad que se me antojan tan lejanos, de vidas pasadas, pero que ahora recuperan un sentido de trascendencia.
En septiembre murió mi madre. Desde entonces, junto a una enorme pena, tengo instalado un 'gusano del oído' que me asalta cada tanto. Se trata del coro 'Va, pensiero' de la ópera 'Nabucco'. Un tema que mi madre nos tarareaba a mis hermanos y a mi mientras nos mecía en las noches de desvelo. Es curioso caer ahora en la cuenta de que aquel canto lejano de Verdi se trata de un llanto a la patria perdida. El coro de esclavos de esta ópera nos traslada el desamparo en el que quedan al ser privados del refugio físico y emocional que representaba su hogar. En un deambular parecido me encuentro en estos días, tratando de digerir esta interrupción que siempre será prematura. Contemplando a cámara lenta el cortocircuito que arrasa el hilo que me ataba a la tierra.
Una madre es la verdadera patria y su pérdida no puede ser más que «un manotazo duro, un golpe helado, un hachazo invisible y homicida». Con ella se extingue la posibilidad del encuentro con la ternura, con el amor sincero e incondicional a deshoras. A cualquier hora. Ya nunca más celebrar los golpes de suerte, ni llorar en su protección los garrotazos de la vida. Desaparece la única persona que conoce lo que quieren decir tus gestos antes de empezar una mueca, que no necesita prólogos ni pies de página para comprender cualquier relato por muy desordenado que se lo cuentes. Quedan los recuerdos dispersos que a ratos alivian y en demasiadas ocasiones torturan con remordimientos por las cosas que se quedaron sin decir.
De este accidente brusco no es tanto el dolor que siento como hijo sin madre como la pena de que se acabe su proyecto de vida. Saber que los planes discretos que se proponía, limitados por su enfermedad, quedarán abiertos, como basura espacial orbitando hacia ninguna parte. Su energía dejará de proyectarse, se apaga para siempre la electricidad de sus ideas. Su paso por el mundo se precipita hacia el olvido y ante este desenlace inevitable solo me queda honrar su recuerdo.
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