La muerte de la política
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MAPAS SIN MUNDO ·
El líder ya no es esa figura que inspira ideológica e intelectualmente, sino un caudillo que se afana en controlar hasta el último rincón de su organizaciónEl pasado miércoles, los diputados de Vox por Murcia, Luis Gestoso, y por Toledo, Manuel Mariscal, boicotearon un acto de Podemos y los nacionalistas en ... el Congreso. Los dos parlamentarios lograron paralizar el acto durante unos minutos, al esconder en la sala un altavoz con el que reprodujeron los himnos de la Guardia Civil y la Policía Nacional. Este pequeño acto de sabotaje no constituye una simple anécdota ni, por lo tanto, debe ser tomado como una de esas noticias bizarras –tan abundantes en la actualidad– ante la cual la única reacción posible es expresarse mediante afirmaciones del tipo «¡cómo está la política!». Si hacemos memoria, y repasamos las crónicas políticas de las últimas décadas, cualquier observador tiene siempre la impresión de que la política de su época es la peor con respecto a la de una época anterior, en la que el respeto, la formación de los protagonistas y el nivel de los debates eran muchos más elevados. En muchas ocasiones, esta percepción no se correspondía con la verdad –desde la implantación de la democracia, el marco de derechos por el que se rige la sociedad española ha evolucionado considerablemente, lo cual se debe al empuje y las acciones transformadoras desarrolladas desde las instituciones–. Ahora bien, si nos centramos en el momento presente, y tomamos como paradigma del ambiente político imperante la gamberrada de los 'Zipi y Zape' Gestoso y Mariscal, la conclusión a la que hemos de llegar no puede ser más taxativa y descorazonadora: nos encontramos ante la peor época de la política española desde 1978, vaciada de contenido y de cualquier materia intelectual, 'okupada' por mediocres que, el mercado laboral, no serían contratados por ninguna empresa, reducida al exabrupto y el titular rápidamente fungible. Lo sé: estoy generalizando. Y no debo hacerlo porque, en efecto, las excepciones existen. Pero son tan pocas que no se bastan para conformar un 'contramodelo' que pudiera matizar la rotundidad de análisis tan negativos como el aquí realizado.
El otro día vi una interesante entrevista que Andreu Buenafuente le realizó a Manuela Carmena con motivo de la publicación de su libro, 'La joven política'. En varias ocasiones, Carmena se lamentaba de que el verdadero sentido de la política –la transformación democrática de la realidad– hubiera desaparecido en beneficio de una pura y simple pulsión de poder. Según ella, el único objetivo de los partidos no es defender y desarrollar un programa transformador, sino ganar las elecciones a costa de lo que sea. Inmediatamente recordé a Ranciére y su concepto de la política como aquello que subvierte el orden policial y favorece la igualdad real entre todos. La auténtica acción política –según el pensador francés– aparece cuando el orden de la dominación es interrumpido. Y he aquí, cuando este concepto de la 'política como interrupción' es proyectado sobre el panorama actual, cuando las palabras de Carmena adquieren todo su sentido. De hecho, el vaciamiento intelectual de la política española conlleva que el único objetivo de los partidos sea la sustitución de una estructura de dominación por otra. El denominado 'aparato' de los partidos constituye, a día de un hoy, una costosa burocracia que solo se puede sostener mediante el logro de determinadas cuotas de poder. El objetivo, por tanto, no es transformar la estructura, sino preservarla y fortalecerla todo cuanto sea posible.
La mediocridad no solamente es conservadora, sino, además y sobre todo, autoritaria. Conforme la acción transformadora mengua, la política como estructura de dominación policial crece y crece hasta la hipertrofia. El líder ya no es esa figura que inspira ideológica e intelectualmente, sino un caudillo que se afana en controlar hasta el último rincón de su organización para que nada ni nadie se atrevan a cuestionar su disciplina. Al líder ya no se lo admira; se le teme. Su labor no es la de crear marcos de reflexión desde los que ganar la batalla de las ideas, sino, muy al contrario, crear el máximo de barro para que los suyos jueguen más sucio que el contrario. Los casos de Abascal o de Casado/García Egea son especialmente relevantes en este sentido. Su manifiesto déficit intelectual les ha obligado a favorecer –tanto en los cargos orgánicos de sus respectivos partidos como en comunidades autónomas y ayuntamientos– a los más marrulleros, aquellos que, en lugar de tocar el balón, van directamente a la patada. No quieren a inteligentes a su alrededor porque se sienten intimidados por la capacidad crítica que otorga la excelencia. Frente al riesgo que implica la acción política como fuerza transformadora de la sociedad, prefieren la salvaguarda a toda costa de una estructura de dominación que no dudan en defender mediante la amenaza, el boicot y la apuesta por sonrojantes replicantes de su personalidad. El éxito político lo cifran no tanto en el impacto social de sus políticas cuanto en su capacidad para implantar, entre los que le rodean, el gen anulador del culto a la divinidad. Asumámoslo: la política –tal y como la entienden Ranciére o Laclau– ha muerto. Los mediocres solo buscan dominar, no gobernar. El poder de ellos es la ruina de la sociedad.
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