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La muerte oculta

Procuramos minimizar lo que se supone crudeza del desenlace, desembocando en actitudes que tienen mucho de impersonales

Lunes, 11 de mayo 2020, 00:30

En estos días tan tristes, enseñoreado el virus en mentes, vidas y no pocas haciendas, los fallecidos constituyen un aspecto esencial de la situación. Con la muerte como consecuencia más relevante de esta calamidad, contemplada desde un prisma diverso. Como la fría realidad del recuento de bajas diario, constatando el predominio de ancianos y la elevada prevalencia en las residencias de mayores. Esa dura realidad se plasma de manera singular en las imágenes de desolados cementerios, con un mínimo acompañamiento velando la triste inhumación. Esta cuestión tan privada sobre un momento tan trascendente ha sido abordada por los canales de información con imprescindible y necesario pudor. Si acaso, solo alterado por la impresión causada por instantáneas de los enormes depósitos de ataúdes.

El recato sobre la muerte provocada por el coronavirus se trasluce incluso en la gestualidad –en la comunicación no verbal– de los responsables de gestionar la pandemia, a la hora de informar durante las comparecencias. Se refieren a las bajas como un trago amargo al que ineludiblemente tienen que hacer referencia. Con respeto y afecto se les nota un aire de contención, cohibidos, susurrando las palabras, con la mirada esquiva, huidiza, comunicando con pesar esta fatalidad, como si quisieran ahuyentar tan cruda realidad.

Es el reflejo de una actitud consustancial con la muerte en la sociedad actual, a la que ocultamos tras un velo de negación, no sé si por cautela, miedo o terror, tratando de disimularla, de apartarla del acontecer de nuestra existencia. Aunque se trate de una circunstancia tan vital –valga el oxímoron– de nuestra vida. Lo cierto es que no forma parte de las preocupaciones habituales, algo plenamente asumido en nuestra época. Cuestión bien distinta es la consideración que cada uno tenga en su intimidad, en sus reflexiones personales, sobre las cuales solemos meditar cuando nos enfrentamos a golpes del destino, a situaciones aciagas que nos afectan de cerca. En esta consideración social acerca del morir, el cambio operado en usos y costumbres en tan solo pocas décadas ha sido sustancial. Todo lo relacionado con la muerte se traslada a hospitales y a su correlato de pulcros y asépticos tanatorios. Un cambio significativo, sustituyendo lo que antaño era un rito cargado de sentido, organizado alrededor del núcleo vertebrador de la familia. Procuramos minimizar lo que se supone crudeza del desenlace, desembocando en actitudes que tienen mucho de impersonales, asumidas sin mayores inconvenientes.

Es un rasgo esencial de la condición humana. Y como tal deberíamos considerarlo y asumirlo

A lo largo de la historia, su presencia en la vida cotidiana ha sido variable, cambiante. Como pone de relieve en estos días de reclusión la relectura del impresionante 'El hombre ante la muerte', de Philippe Ariès. El prestigioso historiador francés analiza la muerte en base a preocupaciones y costumbres, impregnando reflexiones y manifestaciones artísticas. Abundan testimonios literarios, representaciones pictóricas y escultóricas resaltando la finitud corporal, sintetizadas en las sobresalientes y repetidas alegorías de las Danzas de la Muerte tan ilustradas durante la Edad Media. Una idea de lo fúnebre, exacerbada por la visión del romanticismo, acerca de cuánto concernía a los muertos en lo lóbrego, lo brumoso, los cementerios y los monumentos funerarios, copa buena parte de las manifestaciones culturales. Hasta el momento actual, sublimada. Como si no se hubiera dejado su gestión en manos de expertos profesionales.

Cabría señalar en este sentido la llamativa ausencia de la muerte en la educación. Si la comparamos, por ejemplo, con la manera con que se enfatiza sobre la otra gran pulsión vital, la educación sexual, es clamoroso el silencio impuesto sobre el morir, ocultando parte tan esencial constitutiva de nuestro ciclo vital. Como señala Adela Cortina, «una enseñanza que no tenga presente a la muerte, no se está dirigiendo a los seres humanos, ya que los delimita impidiendo una mirada global hacia su condición de seres vivos». Semejante déficit educativo no es exclusivo de los niveles elementales, sino que es extensible incluso a la formación de los profesionales sanitarios. Dado su continuado roce con esta cuestión, se les debería instruir en habilidades sobre el modo de afrontar este trance, tanto en la forma de relacionarse con el enfermo moribundo, como con su entorno familiar. Y no menos importante, su indudable repercusión sobre la propia afectividad de los sanitarios.

Quizás estas reflexiones estén barnizadas por el pesimismo imperante en estos días. Puede que recomendar ahora hacer visible la muerte en lo cotidiano, en el contexto y la situación actual, no sea precisamente aconsejable. Pero no se puede obviar como parte integral de la vida. Es un rasgo esencial de la condición humana. Y como tal deberíamos considerarlo y asumirlo.

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