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No solo nos comunicamos con palabras. También usamos el cuerpo para relacionarnos, expresando ideas y sentimientos, para afirmar o negar, a veces inconscientemente, lo que ... decimos con la boca, para intensificar, en fin, los aspectos emotivos de los mensajes. Hay todo un lenguaje paralelo al articulado que no está hecho de palabras sino de gestos y quizá sea anterior a ellas.
Gestos y ademanes nacen y desaparecen por diversas causas y múltiples 'patologías'. Indicamos humorísticamente que una persona está loca girando el índice rígido sobre la sien, como apretando un tornillo, porque otra manera de expresar esta disfunción es decir que a alguien le falta, o le flojea, un tornillo. Sin embargo, tengo la percepción de que es un gesto en retroceso por incorporar un matiz de burla contra quienes padecen disfunciones cerebrales, algo que proscriben las vigilantes sugerencias de la corrección política.
Hay gestos con pedigrí intelectual. Como el de subrayar una determinada secuencia de lo que se dice alzando, doblados, los dedos índice y corazón de ambas manos en imitación de unas comillas dibujadas en el aire. Un signo igualmente en regresión porque parecen utilizarlo casi exclusivamente personas pedantes y sus imitadores. Otro gesto de modernos es avisar de que llamaremos por teléfono arrimando a la oreja la mano con el meñique y el pulgar enhiestos, dejando el resto cerrados sobre la palma
Índice y corazón dan mucho juego y gozan de abundante polisemia. Parece ser que, en forma de V, Winston Churchill los utilizó para simbolizar la victoria contra Alemania en la Guerra Mundial. Siendo niños, arrastrábamos ambos dedos desde los orificios de la nariz hasta la boca para confesar que estábamos 'a dos velas', sin blanca, que a veces alternábamos con el de sacar de los bolsillos los forros vacíos en una constatación visible de la falta de peculio. Sin embargo, mostrar índice y pulgar con la palma vuelta hacia uno mismo reproduce el número dos. Recientemente, el cine ha puesto de moda señalarse con ambos dedos los ojos, como muestra de advertencia o amenaza: 'sé quién eres y te vigilo, ten cuidado'.
El catálogo de gestos del saludo es variado: el romano con el brazo extendido y la palma hacia el suelo anda de retirada por sus vínculos con los fascismos, aunque minorías muy ideologizadas siguen utilizándolo en mítines y manifestaciones. Algo similar ocurre con el puño cerrado de los socialismos, que ha ido perdiendo vigencia: el brazo y puño rígidos de antaño han ido blandeándose, perdiendo furia y energía, y los pocos que lo practican lo hacen como avergonzados. A su desaparición ha contribuido el que lo usen movimientos sociales de signos dispares. Hemos visto a energúmenos en el asalto al Capitolio de Washington con el puño alzado como oposición al sistema democrático. La conclusión es que si derechas e izquierdas alzan el mismo gesto, el mensaje se desvirtúa, se aniquila en la contradicción.
El saludo daría para un tratado. Baste recordar el apretón de manos piel con piel que aporta información del otro. Los hay que comunican dinamismo y fuerza. Otros informan de manos blandas y falta de espíritu o transmiten la timidez de quienes ofrecen apenas el extremo de los dedos. Saludos modernos y dinámicos son los del baloncesto y los cantantes en las pasarelas entre el público: un choque de palmas abiertas entre los contendientes o entre ídolo y seguidores. Cabe añadir el saludo del choque de pulgares y cierre del resto de los dedos sobre ellos: sofisticado y actual, transmite menos que el apretón de manos tradicional, más anticuado pero también más auténtico (con él se cerraban los tratos y valía tanto como un papel escrito y firmado). Hasta ayer mismo, el abrazo entre hombres subrayaba la virilidad con sonoros manotazos en la espalda. Hoy los manotazos se han suavizado, transformándose en una mutua pasada de palmas desprovista de rudeza y de mayor emotividad. Por otro lado, la pandemia y la precaución del distanciamiento social han traído nuevas formas de saludo que practicamos a regañadientes y dubitativos: chocamos los puños o los antebrazos y desechamos por ridícula una primitiva propuesta de chocar los pies.
Probablemente sea Rafael Nadal quien, tras un triunfo, ha puesto de moda con simpática ironía el gesto de morder la medalla como queriendo cerciorarse de que no es falsa y que es él, verdaderamente, el ganador. Lo imitan numerosos deportistas españoles. Este gesto añejo lo practicaban los mendigos ciegos con las limosnas que recibían y mucha gente del pueblo, que dudaba de la autenticidad de unas monedas que podían falsificarse con plomo, un metal blando y fácil de manipular.
Gestos y palabras se complementan, nos acercan a los otros. Dejemos por un momento las pantallas para hablar. En ocasiones, lo antiguo resulta ser, paradójicamente, lo más moderno.
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