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La misa de los misioneros

El amor sirve para cualquier faceta del ser humano: como hijo, padre, maestro, alumno, vecino, hermano, compañero, amigo, consumidor en un bar...

Jueves, 10 de septiembre 2020, 01:21

Siempre he querido escribir un artículo sobre la labor de los misioneros. La inspiración me vino en un momento de paz y escucha... «El cielo está nublado, pero no me refiero al tiempo de Reims, sino al cielo del Evangelio. Predicar la palabra de Dios nunca ha sido fácil y cada vez lo es menos, necesitamos nuevos militantes», nos interpela un sacerdote octogenario en la homilía dominical de las nueve y media. El sacerdote está asistido por cinco monaguillos, dos de los cuales le flanquean portando sendos ciriales.

La celebración destaca por la solemnidad de la liturgia y la música que brota a través de los tubos de un órgano encerrado en una llamativa caja gótica en el transepto norte del templo. Las voces las ponen un grupo de hombres adultos situados junto al ambón, cánticos en los que también participan los fieles.

En la nave central y dos laterales hay creyentes de todas las generaciones. A mi lado hay una niña que parece feliz y que tiene el futuro en los ojos.

Hombres y mujeres apasionados que trabajan día a día en la economía de los cuidados de una forma altruista

Un mañana por el que hoy trabajan más de 362.488 misioneros laicos cuyo cometido es curar las heridas del mundo, vivir con los pobres y entregarse a ellos. No se trata de dar esperanza a quienes en muchos casos no la tienen. Que el cristianismo es la religión de la esperanza puede ser equívoco, porque no se trata de aguantar aquí con esperanza sino de hacer hoy los cambios que nos permitan un mejor mañana. La esperanza es una virtud teologal, pero a mí me gusta más definir al cristianismo como la religión del amor: «Si no tengo amor nada soy». El amor sirve para cualquier faceta del ser humano: como hijo, padre, maestro, alumno, vecino, hermano, compañero, amigo, consumidor en un bar, en un supermercado, o cualquier versión del individuo social, ciudadano. Por eso me cuesta entender la inquina política de los radicalismos ideológicos cualquiera que sea su versión.

Tiene razón el viejo sacerdote que camina con lentitud asegurando sus pasos y sus convicciones: necesitamos nuevos militantes para cambiar el mundo desde los valores, por ejemplo, recuperando el humanismo cristiano como ancla política, haciendo suyos sus valores: la dignidad, la libertad y la solidaridad. Valores que no son solo mundanos, sino también trascendentes, porque, ¿a qué mejor religarnos que a un valor que nos trasciende?

La vida de los misioneros cambia muchas vidas. Enviados por la Fe. Hombres y mujeres apasionados que trabajan día a día en la economía de los cuidados de una forma altruista. Ellos conocen como nadie el círculo vicioso que conecta la pobreza, la desigualdad y la violencia con las relaciones de poder y con la ausencia del mismo: cuando un pobre descubre por qué es pobre empieza a dejar de serlo. Y cuando un cristiano se compromete con su realidad, sea la que sea, ya está poniendo en valor el mensaje fundamental del cristianismo, la buena nueva del Amor. Pero ellos saben que para amar hay que comer. Y para creer también hay que comer. Ni el alma ni las bocas se pueden olvidar del alimento.

La misa adquiere un tono introspectivo en la catedral de Nuestra Señora de Reims. A modo de preludio, sus campanas rugen como un trueno, seguro que para guiarte a sus puertas donde, si dispones de mucho tiempo, puedes explorar la tradición labrada en piedra de la fachada. El ángel de la sonrisa destaca entre sus 2.303 delicadas estatuas. En el interior sorprenden los tonos azulados y rojizos de la luz filtrada por sus vidrieras, así como su esbeltez que crea una sensación de gran altura y cercanía al cielo.

Una llamada y una cercanía que encarnan los misioneros con su entrega y vocación de servicio, recordándonos que la fraternidad universal emana del cristianismo. Como dice mi amigo Joaquín: «La acogida, la empatía, la justicia, los derechos humanos... forman parte de esa fraternidad universal».

Recientemente, misioneros de todo el mundo, ante la crisis del coronavirus, nos han enviado un mensaje impactante: «Nosotros seguiremos aquí». Allí donde la política de salud pública no llega. Donde cuidar no es fácil... Por eso, ayudarles en su labor es una suerte y un privilegio porque no debemos olvidar que «al atardecer de la vida nos examinarán del amor».

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