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Pasé buena parte de mis estudios asomado a la ventana de mi cuarto mientras repetía, incansable, los contenidos que trataba de memorizar para el examen ... siguiente. Hora tras hora, deambulaba frente a la ventana explicando a la audiencia imaginaria del otro lado del cristal el último tema de derecho a la información o los avances en la teoría general de la información. Mientras lo hacía, observaba a la gente pasar por la calle, al cartero en su inquebrantable rutina, a los adolescentes abrazándose con torpeza, a la dependienta de la zapatería asomada para fumar un último cigarrillo. Los observaba y los envidiaba. Porque ellos eran libres y yo permanecía encerrado en el castillo, apartado del derecho a seguir mi vida mientras todo ocurría allá fuera, donde yo no podía estar. Tras el cristal de mi cuarto, todo parecía más divertido, más bello. Mejor.
Aquella forma de contemplar el mundo era algo agotador. Siempre con la vista fuera de mi habitación, admirando cada una de aquellas vidas desconocidas, comparándome con cualquiera que no fuera yo. Claro que sabía que la única forma de mejorar mis circunstancias era concentrarme en lo que estaba a mi alcance, en mis libros, pero daba igual. No conseguía apartar la mirada de lo que pasaba tras la ventana, donde la felicidad parecía pura rutina. El cristal de mi ventana actuaba como una gran lente que amplificaba la figura de la gente, los hacía gigantes y a mí me dejaba como un diminuto espectador atormentado.
He llegado a pensar que este tipo de miradas son algo muy común hoy. Que nuestra sociedad se pasa las horas mirando hacia fuera, hacia los demás. De ahí que estemos tanto tiempo asomados a las redes sociales admirando casas, coches y cuerpos. Miramos todo esto de forma inocente, como comparándonos. Ellos somos nosotros y nosotros somos ellos. Representan una unidad de medida de nuestra propia vida. Olvidamos que estas comparaciones son algo irreal y que están viciadas desde su origen en la medida en la que deseamos todo aquello que no está a nuestro alcance, precisamente, porque no lo está. Y olvidamos que hay un cristal que nos separa irremediablemente.
Muchas de las generaciones más jóvenes contemplan la vida así, tras un cristal. No el de una ventana, pero sí el de un móvil o un ordenador. Y desde allí miran y, sin querer, se comparan con gente que está siempre brillando con una luz propia que parece escapar al maquillaje y a los filtros. El cristal de la pantalla no deja de mostrar a decenas de desconocidos cuyo éxito fundamental es secuestrar nuestra mirada para su propio beneficio. Y hacernos creer que, como ellos, merecemos todas estas cosas y que las conseguiremos si luchamos lo suficiente.
Todo este ecosistema de miradas líquidas son un espejismo artificial que provoca mucha frustración y nos aleja de lo cercano, de lo que controlamos, de lo que está a nuestro alcance, a cambio de algunas promesas irrechazables de salud, éxito y fortuna. Entre nuestros ojos y esas personas hay un enorme vacío en el que no existe ni el trabajo, ni el esfuerzo, ni toda la lucha que son imprescindibles para lograr nuestras metas. No hay nada. Solo un fino cristal transparente.
El día que acababa el último de los exámenes dejaba de asomarme a la ventana de mi cuarto. De repente, todas aquellas escenas de gente paseando por las calles perdían interés. Se evaporaba el sentimiento. En un minuto, saltaba a la calle y era uno de ellos, pero ya no quería ser ninguno de ellos. El cartero, los adolescentes y la dependienta eran invisibles y la calle era un decorado irrelevante en una secuencia en la que mi vida volvía a ser mía y dejaba de compararme a la de ningún otro. Caminaba exultante y todo brillaba porque ocurría con gente real, con alegrías sinceras y dolor auténtico. Solo era cuestión de dejar de mirar por la ventana, bajar la persiana y salir a la calle.
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