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La concesión del premio Nobel de Economía de este año vuelve a ser tremendamente oportuna y da felizmente altavoz a una de las grandes preocupaciones de los investigadores sociales de los últimos decenios. En palabras del jurado, se premia a tres grandes economistas (Daron Acemoglu, ... Simon Johnson y James A. Robinson) por unos estudios que muestran «cómo las instituciones se forman y afectan a la prosperidad». No puede ser, por otra parte, más merecido el galardón.
Aún recuerdo el impacto que me causaron en 2012 las inmensas pilas de libros a la venta, tal y como fueran las memorias de personajes del vodevil de más rabiosa actualidad, del extraordinario estudio de Acemoglu y Robinson '¿Por qué fracasan los países?'. Pero, en esta ocasión, era un libro académico y ¡qué libro!. «¡Hay esperanza!», debí pensar entonces.
La hipótesis de esta obra, que recomiendo machaconamente a mis amigos y alumnos, es tan sencilla como genial y pedagógica: cuán importante es para un país, en un mundo tan jerarquizado como el nuestro, de disponer de élites e instituciones «inclusivas», como así las denominan ellos; aquellas que aseguran y extienden los derechos políticos y de propiedad a todos los ciudadanos en igualdad de condiciones; en el otro extremo, describen con crudeza a las élites «extractivas», que son aquellas que con descaro ponen su bienestar personal frente al interés general, detrayendo riqueza de la ciudadanía y las instituciones en beneficio propio.
Son, estas últimas, la que fomentan la corrupción, la descomposición moral de las instituciones y la sociedad. Una fiesta de unos pocos, que pagamos entre todos. Aquellos países controlados por elites extractivas están abocados el fracaso y, frente a ellos, los países que triunfan para nuestros nuevos Nobel son aquellos que se dotan de instituciones que marginan corrompedores y corruptos y los expulsan del poder.
Al hilo de esto, no hay que olvidar que también se premia la aportación en la misma línea de Simon Johnson, coautor, con el mencionado Acemoglu, del ensayo 'Poder y progreso'. Una reflexión profunda sobre el desarrollo tecnológico que lleva a una conclusión ambivalente: las nuevas tecnologías pueden generar una mejora indiscutible de bienestar general, pero también pueden generar réditos a unos pocos y muchos males a la mayoría, si no median como deben las instituciones.
No soy persona pesimista, ni puedo permitírmelo en mi condición de historiador. Hoy, cualquiera de nosotros disfruta de unos estándares vitales y unos niveles de calidad democrática infinitamente mejores que nuestros ancestros. Pero no puedo obviar el mensaje nítido de nuestros nuevos laureados para salvar y mantener esos ideales de igualdad y libertad que costaron tanto alcanzar.
El mundo en general y España, en particular, se encuentra en un momento de descomposición institucional preocupantes y los demagogos populistas ganan terreno. La situación es crítica y ha dejado totalmente desnortada a la sociedad y sus élites, que no parecen conscientes de lo que pueden perder.
Este Nobel premia a los mentores de un camino que nos llevará a una mayor prosperidad y una sociedad más justa e inclusiva. Pero este logro solo se podrá alcanzar con la existencia de contrapesos institucionales, una auténtica separación de poderes y el respeto por los símbolos y las normas dadas en una democracia liberal. La alternativa, créanles, no es otra que el fracaso.
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