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Los historiadores del mundo romano sostienen que uno de los factores que hizo posible el rápido crecimiento de las ciudades y la expansión del Imperio ... fue la creación de una red de canalizaciones subterráneas para transportar tanto las aguas pluviales como las aguas residuales. Aquel sistema primitivo de alcantarillado, que en Roma se llamó Cloaca Máxima, mejoraba notablemente la higiene de las urbes, reducía las infecciones y la enfermedad y permitía que las ciudades prosperaran.
2000 años y algunos meses después. Valladolid. Pablo Iglesias participa en un mitin dentro de la campaña electoral en Castilla y León. En un momento determinado, contagiado por esa atmósfera de impunidad que siempre generan las masas, el expresidente del Gobierno lanza una confesión: «Yo ya no soy político, puedo decir la verdad». Lo dijo de repente. Sin tapujos. Sin preámbulo ni moraleja. Sin preparación ni contexto. Lo expuso como una certeza, como una evidencia. Como una revelación. Pablo Iglesias reconocía públicamente que ahora ya podía decir la verdad, no como antes, cuando era político. Entonces no podía hacerlo. No podía decir la verdad.
Es difícil saber si aquella confesión fue un descuido o un alarde. La comunicación política contemporánea es tan desconcertante que lo anecdótico se convierte, muchas veces, en lo estratégico y las ocurrencias en prioridades, de forma que no resultaría extraño que un error involuntario pudiera pasar a ser el mayor de los aciertos, por arte de tuit. Lo único cierto es que, de repente, aquella declaración levantaba la tapa pesada de la red alcantarillado y dejaba ver el reguero de aguas sucias que corrían por debajo de la ciudad.
Así fue. Aquel 'sincericidio' de Iglesias nos retiraba el velo de los ojos y nos mostraba crudamente la realidad detrás del 'show'. Dejaba claro que los políticos podían mentir. Como estrategia, como excusa o como costumbre. Con algún fin o solo como parte del espectáculo. Mentiras como los renglones torcidos de la política posmoderna, como los versos asonantes de la posverdad, como el guion maldito que alimenta el conflicto y proporciona votos.
No son las mentiras algo que el mundo político posea en exclusividad. En absoluto. Lo que ocurre en ese escenario público es solo el reflejo de lo que somos como sociedad, puesto que los políticos son una parte de nosotros, son nuestra representación. Los políticos somos nosotros. Y sus mentiras son las nuestras. Y entre ellos, igual que entre nosotros, la mentira es parte de nuestro ser social, como el encofrado invisible que soporta los edificios luminosos que mostramos a los demás. La mentira como una acción cotidiana, como vestirse, como ir a por el pan. Mentir como un acto invisible, concreto y puro. Como algo asumido.
Podríamos llegar a pensar que las mentiras nos permiten convivir del modo en el que lo hacemos y que, por eso, mentimos en modo piadoso sobre nosotros mismos, sobre nuestro trabajo o sobre nuestras relaciones personales. Según la compañía de investigación de mercado YouGov, el 31% de los hombres y el 27% de las mujeres reconocen ser infieles a su pareja. Muchos defendían su postura asegurando que ser infiel es más barato que un divorcio. Creo que a nadie le sorprende a estas alturas ni el dato ni la explicación.
Por todo ello, no es difícil entender la facilidad con la que la mentira se traslada a la política. Detrás del telón no se halla la realidad, ni un acercamiento honesto a ella. Apenas hay otra cosa que ideología, ese manto que lo envuelve todo: el carné, la bandera, el puño en alto, la rosa, la gaviota o el violeta empapándolo todo. La consolidación de los populismos y la exacerbación de los nacionalismos internos en la última década ha puesto a los partidos políticos y a su maquinaria al frente de una industria de eslóganes y argumentarios en los que el objetivo no es acercar el relato a los hechos, sino incrustar los hechos en el relato, en las ideas propias, en la ideología y en las emociones más primitivas.
Todos mentimos, me temo. Y las mentiras fluyen por ese reguero de aguas sucias que circulan bajo el pavimento social de nuestros trabajos, nuestras familias y nuestras amistades, haciendo posible que todo permanezca reluciente. Mientras nadie hable de ello, la vida transcurre por arriba, sin fisuras, sin remordimientos. Nadie lo cuestiona. Hasta que, en un momento dado, alguien dice en voz alta lo que todos mascullamos en la intimidad. Y, en ese momento, nos miramos unos a otros con fingida incredulidad. Eso fue lo que provocó la confesión pública de Pablo Iglesias. Y, por eso, debemos agradecer al exlíder de Podemos el estriptis conceptual sobre la verdad revelada, su confesión sin prejuicios, su destape, no tanto por lo que dice de él, sino por lo que dice de nosotros. Son este tipo de revelaciones públicas las que nos muestran que el emperador ahora está vestido y somos nosotros los que estamos desnudos.
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