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Corrían las postrimerías de los años 70 del siglo pasado cuando la sociedad española, en uso de su soberanía, decidió terminar con inútiles enfrentamientos y ... apostar por la democracia. Tal era el anhelo de paz y reconciliación que la clase política del momento supo anteponer el interés general al particular, erigiéndose en modelo de consenso y responsabilidad histórica. Conscientes de la importancia del desafío, los herederos de dos centurias de guerras cainitas y pronunciamientos militares, aunamos esfuerzos en pos de un objetivo compartido. En el horizonte, se divisaba una España de ciudadanos libres e iguales, orgullosa de su diversidad y comprometida con su unidad. Pero como toda travesía, esta también estaba jalonada de incomodos obstáculos; entre ellos, uno en particular, amenazaba seriamente con detener la marcha: el salvaje terrorismo de ETA.
Conviene no olvidar aquellos años de plomo, aquellos telediarios cuya cabecera, un día sí y otro también, informaba de un atentado, secuestro o extorsión. Fueron días aciagos, de bombas en coches y cuarteles, impuestos revolucionarios y balas en nucas inocentes. Las pistolas, calientes tras su última detonación, se escondían a la espera del próximo comando, y los macabros zulos se constituían en abyectas e involuntarias residencias de personas de bien. Las fuerzas y cuerpos de seguridad del Estado, en primera línea frente a la barbarie, acumulaban víctimas e infamias y algunos partidos políticos contaban a sus mártires por montones. Nadie estaba a salvo. Todos, absolutamente todos, podíamos ser destinatarios del indiscriminado gatillo terrorista.
Poco a poco, con sangre, sudor y lágrimas, los demócratas fuimos venciendo al miedo. Para ello, jueces y tribunales tuvieron que juzgar y condenar a cara descubierta los asesinatos de cobardes encapuchados y los cuerpos policiales, pese al dolor enquistado, seguir al pie del cañón cumpliendo con su deber. Pero si algo se tornó decisivo para poner fin a la ignominia fue la convicción general de que ETA no era solo una banda criminal, sino un gran entramado militar, político y económico que había que desarticular. Se inició así una lucha sin cuartel para desmontar todas las estructuras de la organización. A la presión asfixiante sobre los comandos operativos se unió la identificación de los mecenas del terror, incautándose las ayudas destinadas a sembrar la muerte. Pero además, el Tribunal Supremo consideró que Batasuna era el brazo político de un grupo terrorista, que respondía a una necesidad instrumental de la banda y que formaba parte de ella; declaró la incompatibilidad del ejercicio de la política con la invocación, defensa y justificación de la violencia y abrió la puerta a la deseada ilegalización en 2003 de la primigenia Euskal Herritarrok. Más tarde, y como es por todos conocido, tras abandonar las armas en 2011, en Bayona, tierra de indignas abdicaciones, tres portavoces disfrazados anunciaron en 2018 la autodisolución de la organización para «adaptarse al nuevo ciclo político», pero sin condenar los 850 asesinatos ni mostrar signo alguno de arrepentimiento. Antes, sus 'cándidos' militantes se habían integrado disciplinadamente en Sortu, jactándose de su pasado y dando continuidad política a cuarenta años de espanto.
A la vista de lo expuesto, no hay que ser excesivamente perspicaz para colegir que Batasuna es ETA y que Sortu es Batasuna, o como diría el castizo, que son 'el mismo perro con distinto collar'. Por todo ello, la reciente incorporación del exjefe terrorista David Pla a Sortu no debiera extrañar a nadie. Lo que sí debe repugnar hasta la náusea es contemplarlos como bastón del Ejecutivo del país que quisieron destruir, como parte de las instituciones democráticas que persiguieron abolir. Si la sociedad española fue capaz en su día de enfrentarse, con arrojo y manos limpias, a la siniestra y sucia violencia de ETA, hoy debe impedir su blanqueamiento y la despenalización política del legado terrorista. De lo contrario, si olvidamos que los actuales socios de gobierno protagonizaron un pasado teñido de sangre, un pasado del que lejos de abjurar se regodean con ridícula altivez, faltaremos a la memoria de las víctimas, a su dignidad y al más mínimo sentido de la justicia.
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