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En la elección que establecen algunas entidades lingüísticas sobre las palabras más significativas del año, merece figurar con toda propiedad la inmunidad. Es un término que quizás carece de la eufonía de otros, como pandemia o confinamiento, pero su empleo por razón del coronavirus actual ... ha alcanzado una inusitada difusión. Un empalago mayor si cabe se produce cuando –en este curso acelerado de fisiología elemental al que nos hemos visto abocados sin preparación, por obra y gracia de la pandemia– oímos y escuchamos conceptos referentes al mejor modo de protegernos de incluso la infección. De defendernos, en suma. Y ahí es donde resplandece la inmunidad. Un concepto que, reducido a su mínima expresión, sería el vocablo culto para designar lo que vulgarmente se conoce como 'las defensas del organismo humano'. Su difusión sin freno –fruto del lógico anhelo por evitar cualquier enfermedad– ha hecho fortuna entre los perspicaces publicistas que, a día de hoy, lo utilizan sin empacho etiquetando infinidad de productos, no digamos ya alimentos con el marbete de 'útil para aumentar la inmunidad'. A las pruebas cabe remitirse, con una simple ojeada a los estantes de los comercios de alimentación. Ahí sí que se ha roto el freno y pobre de quien no coloca reclamo tan virtuoso.
Disponer de barreras para evitar que los elementos extraños que suponen un riesgo invadan nuestra integridad corporal, resulta esencial para la supervivencia humana. El cuerpo está preparado desde el nacimiento para sufrir el contacto, incluso los embates, de todo cuanto le rodea. Situado en un medio ambiente desfavorable, ante enemigos externos desconocidos, dispone de un entramado protector que evita que pasen al interior alterando su delicado equilibrio homeostático. La primera línea avanzada de defensa es la piel. En el supuesto de que una falla en esta barrera de contención al rasgar la cubierta corporal, o de que cualquier agente nocivo penetre por otras vías –como los ojos, la boca o la nariz–, caso este último que nos ocupa ahora, inhalando partículas del virus, el invasor podrá acceder al torrente sanguíneo. Y allí se desencadena un sofisticado proceso para rechazarlo y evitar sus penosas consecuencias.
Se trata de un intrincado mecanismo de relojería, cuya vasta inmensidad a nivel molecular tan solo somos capaces de intuir. Imposible de condensar, en términos comprensibles, cuando lo despachan con el trazo grueso de las populares defensas. Hay una concatenación exquisita de moléculas, de filigranas bioquímicas, que suscitan una admiración sin límites por su exactitud de orfebrería. Es en suma uno de esos prodigios del organismo humano en los que, al reparar en ellos, nos inducen a interrogarnos y elucubrar –en el sentido más radical del término metafísico– cómo se ha podido llegar a este asombroso entramado, desde unos elementos materiales puros y duros. Porque, familiarizando para su mejor comprensión cuanto sucede a grandes rasgos, sería comparable a una eficaz colmena en la que cada uno de sus miembros –solo que ahora, no se olvide, hablamos de átomos de materia– está destinado a cumplir una tarea concreta, y no otra, en una distribución de funciones que a todos concierne.
Al penetrar sustancias consideradas ajenas o enemigas, entran en acción las células para detener su progresión y rechazar la invasión. En una apropiada metáfora bélica, las armas para combatirlas son los anticuerpos, elaborados por unas células especiales, los linfocitos, dotados de la capacidad de reconocer a los intrusos, detenerlos en primer lugar y a continuación generar de inmediato sustancias protectoras. Los primeros días de la irrupción, los linfocitos de clase B producen de inmediato inmunoglobulina M. Y en las semanas que siguen, la de tipo G de larga duración protectora. Al tiempo, otro grupo de estas células adquieren la propiedad insólita de dotarse de 'memoria', de tal suerte que, pasado un tiempo, si de nuevo el atacante osara traspasar las murallas, sería inmediatamente reconocido y otra vez se generaría, sin dilación, la cascada apuntada de anticuerpos para derrotarlo. Aun en el supuesto de que discurran muchos años.
En esencia ese es el mecanismo de cualquier infección externa y el fundamento de las ahora anheladas vacunas. Es un enmarañado sistema, evolucionado desde una simple célula en las fumarolas del océano primigenio, hasta alcanzar una complejidad difícil de asimilar por la mente humana. Esta queda como en suspenso al contemplar las maravillas de la naturaleza. Con el culmen final de que el agregado de elementos simples –nitrógeno, hidrógeno– pueda, por senderos que escapan a una razón comprensible, lograr el supremo don de ser consciente de su propia actividad. Un espacio en el que biología y metafísica coinciden.
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