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Cada vez que se realiza una resonancia nuclear magnética para visualizar el interior del cuerpo humano se comprime un archivo informático o se ven imágenes pixeladas, estamos ante logros de la mente humana sustentados en principios matemáticos. Es una clamorosa obviedad decir que cálculo, álgebra o trigonometría, entre otros, son el cañamazo que teje todos los órdenes de la vida cotidiana. Desde los aspectos más triviales, pasando por las disciplinas técnicas y los asuntos económicos o sociológicos, hasta la exploración del espacio. Incluso son imprescindibles como complemento de cualquier sólido bagaje cultural. Y, sin embargo, resulta pertinente destacar tamañas obviedades, ante la decisión de los responsables de los actuales planes de estudio, propugnando eliminar las matemáticas como asignatura obligatoria, en algunos 'itinerarios' educativos elementales. ¡Vaya camino tan absurdo elegido, a propósito del itinerario! Se trata de una medida sorprendente excluir de la enseñanza conocimientos, siquiera elementales, necesarios para una formación integral. Cabe suponer que será una decisión avalada por argumentos sólidos, convincentes o al menos con alguna coherencia. Aunque mucho nos tememos que tratarán de persuadirnos de sus ventajas con abstrusas disquisiciones pedagógicas, al alcance solo de iniciados. La realidad sin embargo es tozuda cuando, en las diferentes evaluaciones independientes sobre las competencias de los estudiantes en niveles elementales de esta disciplina –junto con la capacidad de comprensión lectora–, ocupamos los últimos puestos de las estadísticas de manera reiterada. Más bien parece una huida hacia adelante.
De llevarse a efecto la medida, se asistiría al progresivo empobrecimiento de una educación integradora, en distintos niveles de conceptos científicos y humanísticos. Vendría a añadirse a la supresión, en esos mismos planes, de las humanidades: el latín, el griego y la filosofía considerados rémoras arcaicas para un tiempo presente, en el que todo cuanto no suponga 'utilidad' carece de valor. Es además una falacia distinguir entre ciencias puras de tendencia material y el saber de raíces humanísticas, siendo este último necesario para que oriente el sentido de cualquier técnica que pretendamos desarrollar. La ciencia necesita nutrirse de una pátina moral para un recto proceder en las decisiones humanas. De otro modo, como señala Emilio Lledó, se caerá en la peligrosa deriva de estar creando una especie de autómatas, sin capacidad de discernir, sin un talante crítico para plantearse dudas, ni cuestionar nada. Este es un fértil predio, como comprobamos con desaliento, para que proliferen y se dé visos de credibilidad a no pocos charlatanes, farsantes y embaucadores, esgrimiendo teorías delirantes sobre cuestiones de una racionalidad palmaria.
Es un clamor, expresado por expertos y múltiples sociedades científicas, que no se aplique la norma apuntada. De concretarse –y parece algo irreversible–, se perdería una herramienta clave para el desarrollo de juicios fundados y lógicos, privando de habilidades cognitivas mediante nociones siquiera elementales de matemáticas. Conceptos que favorecen el desarrollo del pensamiento racional en edades tempranas, período formativo, cuando la capacidad de asimilar conceptos y abstracciones mentales es mucho mayor. En este contexto polémico, la concesión del Premio Princesa de Asturias de las Ciencias de este año a cuatro prestigiosos matemáticos internacionales –entregados hace pocos días en una sobria y emotiva ceremonia– ha supuesto, quizás sin pretenderlo, una imprevista llamada de atención para, asimismo, reivindicar este apartado de la ciencia un tanto relegado en el conocimiento general. Con el desarrollo de sus teorías, desde diferentes actividades, han hecho posible que sean una feliz y cotidiana realidad innovaciones técnicas deslumbrantes, que nos parecen casi mágicas, contribuyendo de manera decisiva a mejorar las condiciones de vida en diversas parcelas. Ya se trate del mencionado diagnóstico médico, sin necesidad de invadir mediante métodos agresivos el cuerpo humano, para desentrañar enfermedades internas, como del manejo eficiente de archivos informáticos, sin los cuales no serían posibles los continuados avances en las tecnologías de la información. O incluso la fascinante exploración del universo, con ingenios reales, no fruto de la ciencia ficción. Con estos instrumentos –utilizados de forma rutinaria– es posible multiplicar hasta límites inimaginables la capacidad de los sentidos y, de este modo, desentrañar las claves ocultas de la naturaleza, aplicando con eficiencia la tecnología en aras del bien común. Todo ello desde una indudable base matemática.
Las matemáticas –desde la época medieval, con el Trívium y el Quadrivium– formaban parte de la educación plena y armónica de la persona. Gracias a sus aplicaciones fue posible superar el pensamiento oscurantista, plagado de mitos y creencias irracionales y poder cuantificar la naturaleza. La ignorancia que se vislumbra en tantos aspectos empobrece el desarrollo personal privándonos, en un enfebrecido golpear de teclados y pantallas, de la capacidad de razonar, analizar y decidir en consecuencia.
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