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Mascarillas como vacunas

Produce vergüenza, cabría decir indignación, el sorprendente tropel de negacionistas y propaladores de bulos que niegan sus ventajas

Lunes, 12 de octubre 2020, 08:48

La capacidad para establecer relaciones entre elementos o situaciones en apariencia inconexos –descubriendo lazos imperceptibles que los vinculan– es la esencia de los descubrimientos científicos, base del progreso humano. De esta virtud para observar, vincular y deducir conclusiones sobre fenómenos presentes en la naturaleza, gozó el médico inglés Edward Jenner en el siglo dieciocho. En su quehacer profesional, reparó en que las ordeñadoras que manipulaban lesiones pustulosas de las ubres de las vacas, desarrollaban lesiones en sus manos, apreciando que no era la viruela, por entonces, una enfermedad grave y mortal. Con esta premisa en mente, inoculó mediante escarificaciones pequeñas cantidades de ese material pustuloso a diferentes personas, en lo que se conoce como variolización. Y obtuvo con ello el feliz resultado de prevenir la aparición de la viruela humana, en su forma florida y grave. Dio así comienzo, cuando se difundió esta técnica –y no sin vencer pocas reticencias–, al concepto de vacunación. Está basado en tratar de reproducir enfermedades transmisibles con una especie de simulacro atenuado.

Dicha técnica se aplicó desde entonces a innumerables enfermedades infecciosas, y aun en la prevención de algunos tipos de cáncer. Se utilizaba como material diferentes alternativas, como microorganismos vivos, muertos, atenuados o simples partículas de estos virus y bacterias, hasta llegar a las modernas técnicas de producción mediante ingeniería genética. Tras introducir los antígenos en el organismo que se busca proteger, el cuerpo humano los reconoce como algo extraño, induciendo una respuesta defensiva caracterizada por la producción de anticuerpos y otras células protectoras. Y todo gracias a la función del sistema inmunitario del individuo. La perspicacia para enlazar circunstancias en teoría un tanto insólitas, está asimismo en la raíz de una curiosa observación reciente. En ella se establece que portar mascarillas de protección facial tendría el mismo efecto que una teórica vacuna, mientras se está a la espera de que se elabore una con todas las garantías posibles.

Expliquémoslo para tratar de entender algo que podría parecer incluso absurdo. La aclaración que hacen los investigadores norteamericanos, avalada por ejemplos concretos, resulta convincente. Sus conclusiones acaban de publicarse en la revista de medicina de mayor prestigio científico. El filtro de las mascarillas –aparte de su utilidad para impedir que penetren en las mucosas los virus del ambiente– hace que, en el caso de que esos antígenos traspasen esta barrera, se inhalen en mucha menor cantidad. Sin embargo sería la suficiente como para desencadenar una respuesta de anticuerpos defensivos, capaces de impedir la enfermedad en todo su esplendor. Una notable proporción de enfermos asintomáticos que no sufrirían las dramáticas complicaciones de la Covid. Estamos, pues, ante un poderoso argumento racional, sustentado en comprobar sus efectos en diferentes poblaciones, con y sin mascarilla universal, concluyendo que la capacidad infecciosa está en directa proporción con la cantidad de virus que se inhala. Algo similar a la esencia de la vacunación. Se sumaría esta acción al recurrente pregonar sobre la conveniencia de las mascarillas, medidas de higiene universal y guardar una prudente la distancia física entre personas.

Las bondades de las vacunas –es obvio repetirlo una vez más– son incalculables. Los millones de vidas salvadas desde los tiempos de Jenner están ahí para corroborarlo. Produce vergüenza, cabría decir indignación, el sorprendente, incluso desmedido tropel de negacionistas y propaladores de bulos que niegan sus ventajas. Es una actitud con repercusiones comunitarias graves. Y cobra quizás mayor importancia, en estos tiempos de difusión rápida de informaciones de toda laya, a sabiendas de que las palabras no son meros sonidos, ya que influyen en los comportamientos, al transformarse en acciones y prácticas concretas. Asombran estas negativas, incluso en la tan manida solidaridad, cuando la ahora popular inmunidad 'de rebaño' –traducción literal del inglés– indica que al beneficio individual de la vacuna, cabe sumar el beneficio de su extensión al conjunto de la sociedad. Ello se debe a que disminuyen los agentes infecciosos en circulación. Si a los ejemplos nos atenemos, apuntemos como hito destacado que la enfermedad a la que primero se dio oficialmente por erradicada, en todo el mundo, en 1977, fue la viruela. Un logro de excepcional dimensión, también a punto de lograrse con la poliomielitis. En este recordatorio, como anécdota local reflejada en las actas de la Real Academia de Medicina de Murcia, hay una reseña sobre una grave y extensa epidemia de viruela a principios del siglo XIX, en varios municipios de la Región, acordando las autoridades vacunar a toda la población.

Como colofón, debo resaltar esa idea para articular elementos dispares como es portar mascarillas y a su vez disponer de anticuerpos de protección. Las premisas de estas conclusiones, afortunadas, ya se intuyeron y establecieron tres siglos atrás.

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