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Mascarillas malditas

Hagan el favor de llevarla porque, además de su utilidad terapéutica, los feos son menos feos

Domingo, 5 de julio 2020, 09:22

La presencia del coronavirus ha supuesto cambios importantes en nuestros comportamientos. Por ejemplo, el exquisito orden en las colas de los establecimientos que abrieron desde el primer día, la definitiva adopción del uso diario de lavado de manos tanto con jabón como con geles desinfectantes, el descubrimiento de que nuestras casas encerraban muchos más atractivos de los que creíamos (entre ellos, circuitos para caminar diariamente, álbumes de fotos desclasificadas desde tiempos remotos, libros olvidados de un interés enorme). Entre estos y otros usos que se han convertido en cotidianos, hay uno que sobrepasa cualquier posible pronóstico. Estoy hablando de las mascarillas, que se han incorporado a nuestro vestuario como un elemento más, al igual que camisas, camisetas, pantalones, blusas, faldas, pañuelos para el cuello, gafas, gorras..., todo lo que guardamos en nuestros armarios de temporada en temporada.

La mascarilla forma parte del atuendo diario de todo aquel que vive en uno de los países que llamamos civilizados, golpeados sin piedad por la inesperada enfermedad. De ahí que, si bien al principio de la cosa, su carencia obligaba a que se tomara aguja, hilo y trozos de tela arrinconados para confeccionarlas lo más pronto posible, la necesidad de dotar a todos de ese instrumento protector hizo que, pasado el primer momento, farmacias y no farmacias se llenaran de tales mascarillas, incluso que se regalaran a personas de especial riesgo. Lo que produjo que pronto las viéramos de todos los colores, puesto que la forma tenía forzosamente que ser igual, con la finalidad de servir su objetivo primero cual es tapar narices y bocas, lugares por los que más fácilmente se mete el bicho. Por eso vemos mascarillas azules, las más comunes, llamadas quirúrgicas, pero también rojas, negras, azules... incluso los equipos de fútbol más populares las ofrecieron a sus seguidores adornadas con sus emblemas. A saber qué nos deparará la moda mascarillera, pues, como ha sucedido con los móviles, no será difícil que pujantes empresas feliciten las Pascuas con regalo de mascarillas, o que firmas de prestigio las diseñen con joyas incrustadas. La imbecilidad humana no tiene límites.

Lo cierto y verdad es que la tal prenda se ha convertido en algo connatural al individuo, una nueva piel que nos tapa, una moda de la que será difícil sustraernos. Porque las autoridades sanitarias lo han dicho bien claro: contra el virus, mascarilla. No hay otra. Si yo me protejo, te protejo a ti, y la experiencia ha demostrado que así, cumpliendo esa sencilla norma, y echándole buena voluntad, reducimos las infecciones de manera drástica. Por consiguiente, tenemos que acostumbrarnos a ellas, aunque a veces sean incómodas, pues en sitios calurosos como esta tierra producen molestos sudores. La mascarilla es necesaria para todos, como las gafas para los miopes, el bastón para los inválidos o el audífono para los sordos.

Por eso llama más la atención que la norma proclamada oficialmente por los gobiernos no se cumpla siempre a pie juntillas. Vemos a gente que o no la lleva o la lleva de aquella manera que, para el caso, mejor no cargar con ella. Ignoro las causas de esa tozudez ante algo tan necesario. Pero las cosas son así. Es cierto que no es mayoritaria esta tendencia a ir por libre, a cara descubierta, pero son tantos los ejemplos que da un poco de respeto. Hace dos o tres domingos, en mi paseo matutino me propuse hacer una improvisada encuesta: iría contando los que llevaran mascarilla y los que no. Una tontería, sí, pero que me entretuvo durante un rato. Como quiera que era alrededor de las diez de la mañana, no fueron muchos con los que me encontré. En media hora me crucé con 90 personas, de las cuales, 55 llevaban mascarilla, y 35 no. Algo así como el 40 por ciento iba a rostro descubierto. Pero había elementos correctores. Por ejemplo, empecé el recuento yendo por San Pedro camino a la calle Sagasta. Por allí llegué hasta el jardín de la Pólvora, Corte Inglés, Jaime I y Alfonso X. Si cuento el itinerario es porque hasta la mitad de trayecto iban ganando los sin mascarilla, pero, al entrar más al centro, comprobé cómo aumentaba el número de quienes sí la llevaban. Lo que me llevó a pensar que, las mascarillas, como todo en la vida, es cuestión de cultura, y de esto no andamos precisamente sobrados.

Hagan el favor de llevarla porque, además de su utilidad terapéutica, los feos son menos feos, y hasta podemos robar bancos con mayor facilidad.

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