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De la misma manera que, hace casi dos años, saludé la llegada de las mascarillas como precaución para no ser contagiado por la Covid, no tengo por más que saludar hoy, repito, casi dos años después, la desaparición de aquellas de los rostros de mis ... paisanos. No recuerdo bien las tonterías que diría por entonces, pero seguro que mostraría mi extrañeza ante esa medida coercitiva, rara para quienes no habíamos necesitado jamás de semejante artefacto. Sí que habíamos visto fotos de la anterior gran pandemia, la de la llamada gripe española que atacó con fuerza a finales de la I Guerra Mundial, en la que los sanitarios, sobre todo, iban con narices y bocas protegidos por algo muy parecido a lo que, un siglo después, llamábamos mascarillas quirúrgicas.
Al parecer, el pueblo llano no se pudo poner entonces protección alguna, y así cayeron como moscas. Quizás no se asustaran tanto nuestros bisabuelos, porque pocas restricciones se conocieron: ningún espectáculo público se clausuró, y los periódicos apenas dieron la tabarra con cifras y estadísticas de enfermos y fallecidos.
Un siglo después, de oriente a occidente, de norte a sur, la velocidad de contagio hizo que se encendieran todas las alarmas, y se buscaran soluciones de emergencia, como mascarillas hechas con retales, otras de plástico a modo de pantallas separadoras entre cara y mundo; guantes de látex que impidieran tocar materias que nos pudieran contaminar; chorreos de geles desinfectantes, cuando no continuos lavados jabonosos de manos... Una locura. Miro atrás y casi me parece haber protagonizado una película de ciencia ficción. La mayoría de los mortales nos pusimos a combatir la llegada del bicho con las pocas armas que teníamos. A pesar de lo cual, cuando se saltaban determinadas barreras, hacía presa de quien tuvo la malísima suerte de caer en sus garras. Hubo momentos, de tintes dantescos, en los que (nos enteramos hoy) los comisionistas hicieron su agosto, dando falsas soluciones a la necesidad de protegerse, con mascarillas deterioradas, por lo que no solo se forraron, sino que cometieron un grave delito contra la salud pública. Hoy lo vemos con perspectiva, reímos chistes de móviles, creemos falsamente que ya todo ha pasado, pero la verdad es que gracia, gracia, tuvo y tiene la justa.
Hay que reconocer que el miedo se nos metió en el cuerpo. Ni Dios salía a la calle. Espero que todos ustedes lo recuerden. No hace tanto. El teléfono hizo de contacto virtual, a falta del real. Los días pasaban sin que terminara de llegar una vacuna, que se anunciaba como algo muy remoto. Al año de la epidemia, nos pusieron una, dos, tres dosis, también con su punto de picaresca: hubo quien la recibió antes de tiempo: políticos, mitrados, enchufados en fin... También se nos está olvidando. Si la carne es débil, según la Biblia, la memoria es flaca, según la voz popular. Todos queremos pasar página de las cosas malas que padecemos, por ese ideal natural de autodefensa. Es humano. Ahí está la Semana Santa y, entre nosotros, las Fiestas de Primavera, como cordón sanitario para el olvido. Gardel cantaba aquello de «no habrá más pena ni olvido». Pena, seguro que sí; olvido, lo dudo.
Para rematar la necesidad de dejar atrás todo lo que nos remita a la enfermedad, calles vacías, colas para entrar en farmacia o colmado, esquelas de seres queridos, sustos por toses persistentes, partes de guerra de un tal Fernando Simón, ERTE y desempleos masivos, bellaquerías de los pillos que se valieron de la picaresca para beneficio personal... para enterrar de una vez por todas la pandemia sufrida durante dos largos años, ahí tenemos el tiro de gracia: el destierro de la mascarilla; la mascarilla, más como símbolo que como instrumento de prevención.
Es como que, sin ellas, el peligro haya desaparecido. Fuera máscaras, gritaban los griegos para diferenciar entre tragedia y realidad –cosa harto difícil en aquella civilización–; fuera máscaras, para ver la cara de quien saludas de manera anónima al anónimo paseante que te dice hola desde el otro lado de la acera; fuera máscaras, directivos rufianes que ganáis en comisiones lo que sí está escrito, aunque disimulado de aquella manera; fuera máscaras, políticos que juegan a dos barajas, o tres, y reman según vaya la dirección del viento; fuera máscaras, señoras y señores, que todo se ha acabado, según han parecido decir nazarenos, portaestandartes, huertanos de ciudad, enterradores de sardinas, festeros en general. Fuera máscaras.
Esta orden no va conmigo. Yo la seguiré llevando...
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