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España es el país de Europa que más restricciones sociales tiene y que, sin embargo, mayor número de contagios arroja. ¿A qué se debe esta paradoja? ¿Acaso somos la sociedad más irresponsable del mundo, una suerte de pueblo neobárbaro que amenaza con destruir la estabilidad del orden occidental? ¿O es que, más bien, somos víctimas de una maldición histórica que ha convertido a esta parte de la Península Ibérica en la zona cero del apocalipsis? Ni una cosa ni la otra: ni somos ese desastre de sociedad que nos quieren vender ni hemos sido señalados por el dedo divino. En España pasa con la lucha contra la Covid-19 como con sus estrategias para mejorar la educación: cuando las cosas van mal, se echa mano de la cantidad en lugar de la estrategia -más normas y prohibiciones, de un lado, y más deberes, de otro.

Tomemos un ejemplo paradigmático: la mascarilla. España es el único país de Europa en el que el uso de la mascarilla es obligatorio en todas las situaciones durante las 24 horas del día. De hecho-y no exagero-, el uso de la mascarilla ha sido interiorizado por la sociedad como algo cuasi religioso, una suerte de amuleto que nos va a proteger de todos los males. Sucede, sin embargo, que, como los propios especialistas reconocen, el empleo de la mascarilla al aire libre solo posee esencialmente la función de acostumbrar al ciudadano a llevarla puesta, mientras que es en espacios cerrados donde verdaderamente resulta efectiva. Pues bien: en España, la mascarilla es llevada unánimamente donde no hace falta -la calle- y se prescinde de ella donde es útil: en reuniones y encuentros indoor. Por si fuera poco, y tal y como las autoridades sanitarias han expresado, son las zonas de costas las que menos casos de contagios están teniendo durante este verano. ¿Por qué? Porque en ellas las actividades al aire libre se incrementan. ¿Qué hacemos en España ante esta evidencia? Penalizamos todo lo que supone la experiencia al aire libre mediante un arsenal de normas que desincentivan salir a la calle. ¿Quién va a salir, por ejemplo, a pasear en pleno verano con la mascarilla puesta? Casi nadie. ¿Y qué hace, en respuesta a esto, la mayor parte de la gente? Programar su ocio en el interior, donde la mascarilla no es obligatoria. Y, en esta cadena de causalidades demenciales: ¿dónde han comprobado las autoridades que se producen la mayor parte de los brotes? En los encuentros familiares y de amigos. La primera consecuencia a la que se llega es alarmante: si la mascarilla se emplea cuando no es eficaz, y no se hace uso de ella cuando realmente lo es, el efecto global es el equivalente a como si se la utilizase escasamente.

¿Cuál es la razón, entonces, de esta centralidad que la mascarilla posee en la vida española y que, como se acaba de exponer, ofrece una sensación de falsa seguridad? En primer lugar, potencia el juicio social. La calle -lugar donde no es necesaria- se ha convertido en el espacio en el que cada ciudadano enjuicia la responsabilidad del otro. Solo en el espacio público, el uso de la mascarilla adquiere visibilidad y, por lo tanto, resulta evaluable. Y es aquí donde el 'modelo español' comienza a diferenciarse -en términos muy negativos- del desarrollado en el resto de Europa. El uso obligatorio de la mascarilla ha resultado efectivo no tanto en términos sanitarios cuanto en un nivel de confrontación social. La mascarilla permite diferenciar a los 'buenos'« de los 'malos' y, por tanto, sirve de fundamento para el fomento de una política de la acusación entre los propios ciudadanos que las administraciones han sabido inocular en el tejido social. Desde el comienzo de la pandemia, el grueso de las medidas ejecutadas han tenido como principio básico la criminalización de algún sector de la población: las feministas, los inmigrantes, los jóvenes, el ocio nocturno, los fumadores -y, en septiembre, con toda probabilidad, serán los niños-. Sin darnos cuenta, la sociedad española se encuentra inmersa en una dinámica de linchamientos públicos, acusaciones y demonizaciones que -oh sorpresa- ha permitido desviar la atención de lo verdaderamente nuclear: ¿qué medidas realmente efectivas están tomando las administraciones?

Hay tres campos en los que la estrategia contra la Covid-19 resulta crucial: la implementación de un número suficiente de rastreadores; el refuerzo de la atención primaria; y, de cara al comienzo del curso escolar, la reducción de ratios en las aulas. Nada de esto se está haciendo. La inteligencia y la estrategia están siendo suplidas con la política de prohibiciones y de culpabilización de la sociedad. En lugar de exigir responsabilidades a las administraciones, los ciudadanos se hallan entretenidos señalándose los unos a los otros, y saludando con 'hurras' cada nueva prohibición. Las administraciones han mostrado un éxito sin parangón a la hora de incorporar en la sociedad un sentimiento de culpa tan inmenso, que la respuesta del individuo a éste es que cualquier castigo que reciba es poco para lo mal que se ha portado. La pandemia ha resucitado el espíritu -aparentemente erradicado- de la 'España negra'. Y lo más sorprendente de esto es que tal actitud enfermiza y atormentada no conoce de ideologías: lo mismo se da en la derecha que en la izquierda. Las administraciones han descargado toda la responsabilidad de superar la crisis en la sociedad. Y nadie les exige responsabilidades a ellas. Un desastre.

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