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Una encuesta dice que el 40 % de los españoles considera que, detrás de las vacunas contra la Covid, hay una conspiración. Solo el 24 % está dispuesto a administrársela «cuanto antes». Y -eso sí- una mayoría se muestra a favor de los confinamientos. Si esto es una radiografía de la sociedad española, la situación es mucho más grave de lo que pensábamos. En primer lugar, hay que introducir un factor de análisis que muchas veces se evita: la gran labor de la ciencia durante estos meses no es solo haber logrado una vacuna efectiva contra el virus, sino igualmente haberla obtenido en un tiempo menor que en otras ocasiones. El factor tiempo ha de ser entendido aquí como el principal elemento de innovación. Y, como siempre ha sucedido a lo largo de la historia, las innovaciones que implican un cambio de paradigma son recibidas desde el rechazo, la condena y la superstición. Con todo ello, se entendería hasta cierto punto que, entre la población, existiera cierto temor ante los posibles efectos secundarios de una vacuna que ha desafiado los estándares tradicionales de desarrollo. Pero entre esta actitud de cautela y que casi veinte millones de españoles piense que detrás de las vacunas se halla una conspiración para controlar nuestras voluntades o acabar con el exceso de población mundial existe un abismo que deja muy mal a nuestra estructura social. En rigor, esta mentalidad nos asoma al esperpento y evidencia que somos carne de populismos. Además, se advierte en todos aquellos que se niegan a vacunarse un cierto tono de orgullo -la convicción de que, por medio de este proceder, no se dejan llevar por el discurso oficial y exhiben una musculatura crítica que los distingue-. Gran paradoja. Porque llama poderosamente la atención el hecho de que, desde el comienzo de la pandemia, esas mismas personas hayan mostrado una aceptación acrítica de la calamitosa gestión de las administraciones, asumiendo como evidentes todas las restricciones que afectaban a sus derechos fundamentales. Preferir el confinamiento a la vacuna constituye un acto de egoísmo mayúsculo, ya que supone elegir la ruta que implica el cierre de empresas y la ruina de cientos de miles de familias. Nada más efectivo para salvar vidas que la vacuna. El resto de las opciones son parches que tienen una efectividad limitada. Eso sí, esas opciones permiten perpetuar un sistema de control que nos ha conducido a despellejarnos sin piedad. Quizás sea eso a lo que muchos no quieran renunciar. Más vacunarse y menos culpar al vecino. Y para los orgullosos antivacunas: los efectos secundarios del virus son infinitamente peores que aquellos que pudiera ocasionar la inyección de una vacuna. Si sopesamos los riesgos, no hay color.
Nada resulta más estremecedor que tomar conciencia de que la vida es una vez, y nunca más. Estamos tan inmersos en la sociedad del archivo, de la memoria almacenada a la que se puede volver una y otra vez, que cuando nos enfrentamos al 'nunca más' todos nuestros asideros emocionales saltan por los aires. La maldita linealidad del tiempo. Esa ley que nos obliga a avanzar cuando, en realidad, solo queremos regresar y tener una segunda oportunidad.
Lejos de lo que pensaba Elías, para mí la civilización es ese estado en el que el dolor cabe en un día cualquiera y se puede convivir con él.
Hemos perdido el derecho a la distracción -es decir, a realizar actos inexactos, 'torcidos', sin tener la sensación de que estamos poniendo en riesgo nuestras vidas-. No estamos entrenados para mantener el cálculo de nuestras acciones durante mucho tiempo. Lo propio del cuerpo es el temblor, no la puntería del arquero.
Echo tanto de menos el placer, la 'ilógica' de la piel. He llegado a sorprenderme del extrañamiento sentido al escuchar canciones que otrora me hicieron disfrutar. «¿Ese cuerpo fui yo?» &ndashme he preguntado.
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